Filosofía y barbarie
En este ensayo, el autor reflexiona sobre los discursos del orden y su relación con las clases populares. ¿Qué programa de orden puede surgir en la postpandemia?
Por Mariano Dubin
Fotografía: Hernán Núñez
La guerra inter-imperialista ha alcanzado niveles que no se conocían desde 1962, durante la crisis de los misiles en Cuba. Y todos los escenarios son posibles: la guerra comercial entre China y Estados Unidos (ambos con sus respectivos aliados) estalla hacia el interior de cada país en disputa de manera más apremiante, salvaje e implacable. En cada país, sus mediaciones son distintas (y sus niveles de brutalidad).
El mundo se incendia. El mundo se ahoga. El mundo termina. La violencia es el signo de la época. La desesperación. La angustia: yira yira.
Hay que matarlos a todos. Se repite, una y otra vez, como un mantra de sangre, cada vez más, en un sector creciente de las clases populares. Se pide sangre y se pide orden.
La pequeña burguesía progresista lo interpreta desde la supremacía moral que se estila en los bares de Palermo. Tapándose la nariz, mirando desde arriba, con el único gesto que saben replicar: la arrogancia de clase. No sería un problema si no fuese porque esa pequeña burguesía hoy ocupa lugares clave en la conformación de políticas públicas desconociendo, omitiendo o despreciando que la violencia es el signo de la época.
Se preguntan: ¿cómo no va a ser así, si los pobres no piensan por sí mismos sino por lo que los medios les dicen que piensen? Imaginándose siempre ellos mismos en un más allá de la determinación social y a las clases populares atrapadas (como un tipo de Sísifo cartonero en una montaña de cartón y mierda) a repetir una y otra vez la condena histórica que las ha determinado de una vez y para siempre. Todo se estructura en la idea de que las clases populares están corruptas y sólo serán redimidas por sus discursos progresistas all inclusive. Después de Marx, pensar que hay que analizar una posición política por su bla bla bla de moda es de una falta de dignidad teórica que no exige ningún análisis mayor. La pequeña burguesía progresista es, de hecho, reaccionaria y hasta un dispositivo neocolonial.
Otros sectores más militantes, más preocupados en la representación popular, por otro lado, están atrapados —como todos, aclaremos, en el campo popular— en las lógicas de la acumulación democrática y no se sabe qué hacer con ese sector creciente de las clases populares que pide sangre. Sin embargo, se sigue escuchando: hay que matarlos a todos. Y la derecha es más hábil en sus retóricas de víctimas y culpables.
Las izquierdas (lo decimos en su sentido más amplio), frente a las derrotas históricas de transformar el mundo, se repliegan en la moralina reaccionaria del adoctrinamiento según alguna supremacía moral de moda. Los movimientos nacionales que antiguamente movilizaban a las masas en épicas y transformaciones sociales piden (en el mejor de los casos) ser “consumidores responsables”. Nadie puede escuchar que en ese pedido de sangre hay un pedido de orden.
Las condiciones materiales de los discursos progresistas están sobredeterminadas por condiciones de vida relativamente ordenadas: es lógico que, en su horizonte ideológico (como pequeños mayos franceses que les patalean a sus padres burgueses o pequeñoburgueses), el desorden sea visto como una instancia superadora. El barco ebrio donde las clases medias desean zozobrar es el cotidiano infernal de millones de personas. Las clases populares viven en un desorden total: colas interminables para conseguir un turno médico que nunca se consigue, recorridos educativos cada vez más interrumpidos y poco lineales, condiciones de trabajo precarias, fugaces y migrantes. Y encima, volviendo tarde del trabajo, te pueden boletear por dos mangos en la esquina. O asesinarte, violarte, mutilarte y terminar en una zanja podrida. Las clases populares exigen orden.
Y la pandemia es la reproducción paranoica e hiperbólica del desorden liberal. Frente a una pandemia que se presenta como un Mal —busquemos esa imagen clásica— que ha tomado formas sanguinarias, sobrenaturales y últimas —y, claro, apocalípticas en sus posibilidades de revelación—, proponemos formas de reconfortamiento secular y abandono individual. El orden, en cambio, es la posibilidad de la comunidad, de la revolución, de la épica. ¿Estaremos a la altura (y la bajeza) del momento histórico?
Para muchos, “Cambalache” (1934) es un poema reaccionario. Nada de esto. Además de ser uno de los mejores poemas de la tradición rioplatense, Enrique Santos Discépolo cifra una estructura de sentir de la clase trabajadora en la Década Infame. Muchos piensan que ese pedido de orden (esa sensación de zozobra donde el laburante no sentía moral, religión, familia, clase donde aferrarse) era un pedido de orden reaccionario. No. Discépolo (como la emoción de Scalabrini Ortiz en Tierra sin nada. Tierra de Profetas) lo que está pidiendo es orden popular. Lo que está pidiendo es un 17 de octubre. Un orden superador a la zozobra cotidiana. En un sentido similar, canta Carlos Puebla la experiencia revolucionaria cubana:
Se acabó la diversión
llegó el Comandante
y mandó a parar
En la post-pandemia, tendremos dos posibilidades de orden. El orden fascista del triunfo postrero del liberalismo: la fragmentación de la clase trabajadora, la falta de mito revolucionario, la atomización generalizada, la concentración de la riqueza en términos nunca vistos, la asimetría total de recursos tecnológicos, científicos y bélicos entre las naciones, etc. Y tendremos, acaso, otra deriva: la reconstrucción del mito revolucionario.
La revolución ha sido vivida para sectores mayoritarios de las clases populares no como una fiesta (al menos no entendida como reviente sino, tal vez en términos premodernos, carnavalescos, regenerativa de un orden en crisis). Desde ya, esta violencia latente en la resaca cotidiana, ese salvajismo que nos rompe el cuero desde adentro para sobrevivir cada vez más en un mundo de mierda, no necesariamente deriva en un levantamiento popular, un gobierno nacional o en un proceso revolucionario (que, a su vez, son tres cosas muy distintas). Puede derivar en un orden fascista. Y cada vez más está derivando en un orden fascista. Un orden fascista en que sus inmolados guardianes son los derrotados de la historia americana: ¿cuántos Chocobares, apellido de los indios de los Andes, murieron luchando contra el avance colonial e imperial en el expolio de sus tierras para que hoy un Chocobar, con ese cuero y ese apellido indígena, sea el nombre de la doctrina parapolicial triunfante?
Hay que matarlos a todos. Se repite una y otra vez, como un mantra de sangre, cada vez más, en un sector creciente de las clases populares.
La violencia no se deconstruye como si el cuerpo, el deseo, los sentimientos fueran decisiones personales, conscientes, individualmente reversibles. Como si las condiciones materiales fueran un decorado que uno eligiera según su humor. La violencia es estructural. El expolio es salvaje. Continuo. O la violencia se canaliza en un programa político (en un programa de orden) o la violencia nos destruye.
Cada vez más un sector de las clases populares exige orden. No nos tienen que gustar sus modos, sus retóricas salvajes, su odio en un mismo sintagma al vago de la esquina y al empresario inescrupuloso, su homologación de crisis económica y crisis moral. La pregunta clave es si escuchamos ese pedido de orden.
O un programa político orienta la violencia popular hacia Puerto Madero, los bancos, las lacras de la soja, el establishment político, la Recoleta, la gran burguesía parasitaria, la timba financiera (y, también, en una deriva similar: la timba moral del sistema) o un programa fascista orienta la violencia popular hacia nosotros.
El apocalipsis sabemos significa revelación. Esta es una crisis última y exige el retorno de un pensamiento apocalíptico, es decir, revolucionario.
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