Crítica de la Cultura, Exhumaciones
A Mario López
El ensayo analiza los aspectos centrales de la estética del cineasta argentino, pero no se queda en lo formal; apela a lo biográfico, lo ideológico y ofrece una serie de lineamientos para un arte antiliberal.
Por Agustín Caldaroni
El loco, el niño y la aldea
Leonardo Favio es un tipo extraño, tanto en su apariencia personal como en su derrotero artístico. Su imagen nos es muy cercana como para notarlo, la asimilamos como un cuadro familiar demasiado visto, y ya no percibimos la extravagancia del personaje. Concentrémonos en su aspecto exterior, veamos por primera vez al Favio maduro, el Favio-mito de la estampita popular. Supongamos tener una cita con él, lo esperamos en un café, entra un tipo con una bandana en la cabeza y una camisa suelta, amplia, como de corsario, desabrochada en el pecho y metida dentro del pantalón de jean ajustado; haciendo juego, la tela del pañuelo y la camisa llevan estampadas ramas florecidas de ciruelo sobre un fondo turquesa. El hombre nos abraza fuerte, nos besa dulce (seamos hombres o mujeres la efusión será igual), pide dos café con leche y medialunas a los gritos. Saluda: “¿Qué hacés, mi amor?”.
La vida de Leonardo Favio pasó por transformaciones que lo acercan a los caminos accidentados de la picaresca que reflejó en su cine: un origen de miseria, la aventura juvenil trashumante, la lucha por afirmarse, conquistas y caídas. Antes de detenerme en el estilo de Favio como cineasta y en los caminos expresivos que abre para nuestra actualidad, hagamos un repaso por algunos puntos de su vida. En lo que se refiere al itinerario biográfico de Favio voy a utilizar como referencia un libro muy bien documentado, que se publicó este 2020: Leonardo Favio, de Norberto Galasso, editado por Ediciones Nuevos Tiempos.
De todos los ídolos de la canción popular argentina, Leonardo Favio es el más versátil. Aún más que el camaleónico Sandro, que ya es decir mucho. Solo a nivel de transmutaciones es equiparable a Maradona. Pero la variación a la que me refiero tiene que ver con cuestiones menos superficiales que la excentricidad para vestir, la estética de Favio no está escindida de las vicisitudes personales, ni de la coyuntura histórica. En su producción artística trabaja con los mitos populares, que funcionan como emergentes sociales arquetípicos, sean personajes de una fábula como el lobizón, un gaucho fuera de la ley salido de un folletín, un boxeador popular como Gatica, o figuras anónimas instaladas en el imaginario popular, como un niño humilde desamparado, o un provinciano que viaja a Buenos Aires porque sueña con ser artista. El mismo Favio encarna un mito cruzado por los avatares históricos de la nación. Tenemos un Favio joven, galán rebelde del cine vanguardista; Favio fumando con Perón en Madrid; Favio en el palco de Ezeiza cuerpo a tierra tratando de poner orden en medio de la masacre; Favio de traje blanco cantando en televisión. Pasó de actor en películas nacionales inspiradas en la nouvelle vague a devenir, casi sin experiencia, director de culto, premiado por la crítica del momento. Leopoldo Torre Nilsson, su mentor, cuando recibió el guión de Crónica de un niño solo no podía creer que su autor fuera el Loco Favio, Chiquito Favio, un provinciano que cebaba mates en las reuniones de los cineastas de culto de su época, le entregaba el texto de la película más representativa del cine nacional. Hay algo de advenedizo, a lo héroe de Stendhal, en la lucha por el prestigio. Incursionó como director para cautivar a Torre Nilsson y para sostener el romance con María Vaner. Dos figuras que pertenecían a otra clase social, de familias de intelectuales y artistas, que quería conquistar. Para darse aires sofisticados le inventó a su futura esposa que estudiaba cine, el chamuyo fue creciendo hasta hacerse insostenible y terminó por meterse en la dirección. Participará como observador en las filmaciones de Torre Nilsson, que lo ubicaba en lugares privilegiados, tanto en el set de filmación, como en los cafés de la calle Corrientes donde paraban los referentes del cine de su época.
Favio, que decía tener faltas de ortografía hasta cuando hablaba, de infancia humilde en Luján de Cuyo, criado en reformatorios, con un paso por el lumpenaje del Parque Japonés, mendigando vestido con uniforme de marino en Retiro, se convierte en el director que inaugura un nuevo lenguaje cinematográfico, pone en escena un territorio de los márgenes que no había sido retratado en el cine nacional. Los críticos lo comparaban con Robert Bresson y François Truffaut, buscaban influencias, pero la renovación de las formas que instaló Favio, no admitía influencias foráneas: “Yo no tengo nada que ver con esa generación de la nouvelle vague, ni en lo intelectual, ni en lo sentimental, ni en lo económico (…) Y no tenía nada que ver con esa generación a la que yo llamaba ‘los amigos de Truffaut’. Ellos querían ser franceses que hablaban en castellano. Y nosotros somos argentinitos, guste o no”.
Apretado por los apuros económicos, cansado del cine, se metió en la canción popular para volverse un ícono en toda Hispanoamérica. Pasó de vivir del mangueo para filmar, a las giras y los recitales masivos, a ganar 30.000 dólares en una noche. Sintió vértigo, intentó matarse, pasó por un neuropsiquiátrico, se recluyó en su departamento por el terror que le generaba la exposición. Que se me perdone el mal gusto del detalle escabroso, pero esas caídas también hacen al personaje. Favio no fue un maldito, era un romántico, que vivió con vértigo el paso de la penuria al éxito, como otros ídolos populares, pagándolo con el cuerpo.
Hasta ahora tenemos a Leonardo Favio actor, director de cine, el cantante, otra de las aristas que lo hacen destacable es su faceta como militante peronista. El peronismo para él no nace de una intelectualización del movimiento, lo vive de forma natural, es parte también de recuperar la infancia donde sintió la asistencia de las políticas del primer gobierno peronista. Favio es elemental, en el mejor de los sentidos, en su crítica al capitalismo, en su visión representa la decadencia y todo lo que atenta contra las criaturas frágiles, la naturaleza, los niños, el espíritu comunitario. Lo que hay de vital y bello en su obra artística es lo que el capitalismo corrompe: la inocencia de la infancia, las horas ociosas de la gente, los rituales comunitarios, el encanto del mundo artesanal, rústico, donde el trabajador está en armonía con su medio natural. Se asemeja al Canto XLV de Ezra Pound, (Con Usura): “Con usura no tiene el hombre casa de buena piedra/ Con bloques bien cortados y dispuestos/ de modo que el diseño lo cobije,/ con usura no hay paraíso pintado para el hombre en los muros de su iglesia”.
En el documental Perón, sinfonía de un sentimiento, estrenado en 1999, define su ideario. En esta obra también nos encontramos en un mundo mítico, sagrado, tal vez su obra más religiosa: un devocionario peronista. Es la historia del peronismo a la medida de Favio, pero con una fuerte intención programática, que se podrá criticar, pero es clara: definir los enemigos históricos del peronismo —la oligarquía económica local y el imperialismo foráneo— y no agitar la tragedia que se vivió dentro del movimiento, por eso decide hacer un recorte que va de los inicios del peronismo, la proscripción, y culmina en 1974 con la muerte de Perón. Favio, como militante apuesta a la unidad. La épica peronista, es la de la resistencia. No vamos a negar que Favio es un peronista de la ortodoxia, pero no es un detalle menor que la película sea dedicada a Rodolfo Walsh, Héctor Campora, Hugo del Carril, Ricardo Carpani, los estudiantes y trabajadores, y el Grupo Cine Liberación de Solanas, Vallejo y Getino.
Después del exilio, sus manifestaciones públicas reivindicando el peronismo clásico no morigeraron, al contrario. A mediados de los noventa es entrevistado por Samuel Gelblung, junto con Antonio Cafiero y Fernando Galmarini, en la cara del periodista que intentaba sugerir la responsabilidad del peronismo en su propia proscripción, Favio furioso, se planta ante la mirada mansa de los dirigentes y acusa al periodismo de cómplice con los saqueadores del país, una crítica minoritaria para un artista popular en aquellos años de consenso. Durante el alfonsinismo y los noventa, siguió difundiendo su ideario totalmente desfasado con el espíritu de conciliación socialdemócrata alfonsinista, la renovación liberal por parte de la dirigencia peronista, la estética cínica y festiva de los medios de comunicación. Esa coyuntura hostil, los tiempos de soledad y rabia, pasaron con la llegada de los gobiernos nacional populares. Vuelve la épica a la militancia y Favio ya enfermo vuelve a ilusionarse políticamente.
Las bestias de Favio, dulzura y crueldad
“—A mi siempre me gustó esto de ser artista, ya una vez me sacaron en el diario del pueblo, porque me pateó un caballo.”
Leonardo Favio era angelical para expresarse públicamente, llano y solemne como un presentador de feria. “Era un ser que me inspiraba ternura”, era una expresión que repitió en varias entrevistas para referirse a una persona amada; se dirigía a sus amigos llamándolos, “mi amor” o “mi vida”. Hablaba con candidez de un dios justo que nos ampara. Decía que su finada abuelita, por comunista y atea, debía estar colgada en el infierno y él esperaba poder unirse a ella en la eternidad. Muchas de sus canciones son protagonizadas por niños, animalitos silvestres, madres, amigos muertos. Esas expresiones de seminarista devoto, de maestrita casta, eran parte de un estilo moldeado a imagen de la estética de su cine y su música, su apología a la ternura y la inocencia, el culto franciscano de la contención de los miserables y el amor a la naturaleza exuberante. Pero también encontramos en su obra el reverso a esa ternura por los desvalidos, que es más representativa en su música que en su cine. Hay en sus películas un ensañamiento cruel por el destino de sus personajes; como demiurgo, Favio a veces es morboso, pero esos momentos de crueldad le dan la dimensión cómica a sus dramas, además de ser la condición sacrificial por la que deben pasar sus héroes.
El humor de sus películas tiene algo de tétrico, puede que la risa que inspira sea un efecto ante la fealdad que representa y no haya sido buscada. Se parece al humor de Goya en la serie negra de los Caprichos y Disparates, el pueblo abandonado en una condición miserable, ejerciendo la vejación entre víctimas y el retrato de las costumbres sociales visto desde su costado más decadente, en el universo goyesco: niños golpeados por sus tutores, frailes vomitando sobre un monje dormido, cuerpos desmembrados por serruchos, aquelarres. Uno no sabe si el pintor se está riendo de sus criaturas o sufre con ellas. Con Favio pasa lo mismo, hay escenas donde el grotesco causa gracia y pena. El ojo de la cámara nos va llevando por un escenario donde pasan como un modelaje de monstruos los personajes de una feria, un levantador de pesas viejo y flácido, una mujer decapitada, mariachis, muñecos que bailan, contorsionistas: todos esos fenómenos son feos, escuálidos y sobre todo, tristes. Las festividades populares que Favio amaba tanto, siempre tienen algo de penoso. Pero los elementos patéticos, crueles, preparan el terreno para alcanzar un grado supremo de emoción y dramatismo.
Pensemos en el calvario de Charly, el personaje que protagoniza Soñar, soñar, interpretado por Carlos Monzón. Charly es el idiota de un pueblito, de casualidad se topa con Mario “Rulo” (destacable hallazgo de Favio al ubicar como actor a Gianfranco Pagliaro, otro ídolo de la canción popular) un cantante nómade -en realidad no canta, hace fonomimica de canciones de rockandroll para los borrachos de los bares de pueblo-, que le dice que es igual a Charles Bronson, Charly se mira en un espejito extasiado, “Charles Bronson…okey baby” , después alza la vista al cielo y dice “¡dios mío!”, iluminado, fantasea con ser un astro de cine. Apadrinado por Rulo, que también sueña con ser artista, pero es un atorrante ventajero que tiene intención de explotar la belleza salvaje de Charly, decide vender su casita, abandonar su trabajo en la municipalidad, donde se siente cómodo y respetado, y viajar a Buenos Aires para trabajar de artista. A partir de ahí acumula fracaso tras fracaso; ultrajado constantemente como un truhán de novela picaresca, es golpeado, cae enfermo, pasa hambre, termina preso. Pero la máxima crueldad en el cine de Favio es el paso de la inocencia al desencanto, la caída del mundo idílico, es ahí donde germina el espíritu trágico de su cine. Charly vende sus bienes, es anunciado en el pueblo, inocente como él, que se va a Buenos Aires (“¡Carlitos se va a Buenos Aires a trabajar de artista!”, grita por la calle un paisano suyo). El pueblo se junta a comer un asado y despedir a su futura estrella, que les dedica unas palabras cargadas de amor. Después del asado, Charly borracho va al encuentro de Rulo al que le entregó horas antes la plata de sus ahorros, pero no lo encuentra; lo busca desesperado en la estación de tren con lo único que le queda, el retrato enmarcado de su madre muerta. Ahí está Rulo que no sabemos si se quería ir sin él o lo esperaba. Charly lo abraza y llora desgarrado sobre su pecho ante la gente de la estación y gimoteando como un nene, le repite: “por favor, me tenés que llevar, me hicieron la despedida, por favor” y en la mirada grave de Rulo, a pesar de ser un rastrero, se ve la culpa de haber jugado con la ilusión de un hombre puro.
En todas sus películas hay un mundo edénico que se quiebra. La estafa que sufre Juan Moreira por ser analfabeto convirtiéndolo en un forajido, la soledad de Gatica con la proscripción del peronismo y de un mundo que desaparece. En Crónica de un niño solo, Polín, el protagonista, y un amigo disfrutan de la libertad y la naturaleza a la vera de un río; Polín se baña desnudo, toma sol, juega con bichitos. La película es en blanco y negro pero la escena produce tal sosiego natural que en este momento recuerdo cada imagen espolvoreada de luz solar y verde agua. Su amigo camina solo por un bosque y se topa con otros nenes, lo invitan a sentarse con ellos, el nene acepta desconfiado; la escena se vuelve tensa, lo verduguean sutilmente, parecen hienas jugando con una víctima, la expresión de ellos dura, cruel, curtida, contrasta con la mirada de cordero del nene. Polín escucha los gritos de su amigo y se acerca con miedo, el grupo de pibes corre a su víctima por el bosque. Sin que sea explicitado sabemos que el niño fue violado y Polín, por miedo, presenció la escena y no pudo hacer nada. El reencuentro con su amigo, las miradas de vergüenza que se cruzan, rompen toda la atmósfera idílica de minutos antes cuando eran felices, el bosque, río, el sol, todo parece cómplice del ultraje. Y los verdugos son nenes desamparados como Polín, que minutos antes de volverse bestias, también jugaban libres y felices en el río.
Los héroes de su cine tienen algo del buen salvaje, el criminal, el loco, el atorrante. No hay personajes moralmente edificantes en el universo de Favio. Tampoco encarnan el mal, siguen impulsos y lo más parecido a la justicia que buscan conscientemente es el deseo de respeto a fuerza de violencia. La lucha por el reconocimiento es una constante. Gatica, es el personaje que mejor representa el orgullo del lumpen, cada vez que algún tilingo se le acercaba a sobarle el lomo, el personaje reaccionaba ante la condescendencia dándose rango: “¡Mono las pelotas, oligarcón, señor Gatica!”.
A partir de El 18 de brumario de Luis Bonaparte, el lumpenaje es reducido a una parva de viciosos y mercenarios sin dignidad, solo guiada por instintos primitivos, “toda esa masa informe, difusa y errante”, dirá Marx. Esas son las criaturas de Favio, con todas sus bajezas y humillaciones a cuestas. De ese lumpenproletariado que Marx describe con fuerza literaria, también puede surgir un héroe orgulloso que odia a la clase que lo somete, y que no es guiado por la culpa y la mala conciencia del burgués devenido socialista, es guiado por otros complejos (admitamos que son complejos, reacciones), por el odio, una rabia que se expresa en el latiguillo del Mono Gatica: “¡A mí se me respeta!”. También una constante en el pensamiento de Evita, imponerse ahí donde fue repudiada y en los espacios que históricamente le eran negados a su clase.
Sus personajes más violentos, encuentran la salvación en el amor romántico o en la amistad, que es vivida también como una forma de romance. En sus películas donde las mujeres tienen alguna relevancia, funcionan como un destino para el hombre, su salvación o su condena. Son santas o putas, como los amores de Aniceto o cumplen un papel maternal. La amistad entre hombres se parece a un romance violento de culebrón, hay celos, intrigas, discusiones, reproches y escenas que emulan la intimidad conyugal, como cuando Rulo de Soñar, soñar, tiene una charla en un café con un enano, que se llama curiosamente Carmen, al que intenta persuadir para retomar su relación de trabajo, pero en realidad parece que le pide una segunda oportunidad para volver a estar juntos sentimentalmente. En esta misma película la relación entre Rulo y Charly es, sin forzar demasiado las interpretaciones, la historia de un matrimonio entre hombres, hay una escena muy tierna, donde Rulo le pone los ruleros a Charly que está sentado en bata, con las piernas desnudas, cruzadas en pose exageradamente amanerada. La relación entre Gatica y su amigo el Rusito Pelanique, aunque menos explícita, sigue también la misma lógica amorosa desbordante. Los abrazos entre los personajes masculinos de Favio, son lo que mejor representa la idea de salvación después del calvario, en esos abrazos a los protagonistas no les alcanza el cuerpo para sufrir, empapados en llanto siempre muerden el hombro de su compañero, que es como morder el madero donde fue clavado Cristo. Ahí encontramos la máxima piedad y el exceso romántico.
Lecciones del fanático. Actualizar a Favio
Mucho de la cultura popular que nuestro director rescató, ya se volvió un cliché: la pobreza asociada a la religiosidad popular, la violencia marginal de la juventud, el peronismo entendido como un fenómeno pop; porque para los intelectuales posmodernos de la actualidad, las manifestaciones populares son una expresión kitsch, un producto bizarro y festivo. Desde la literatura “barrial” escrita desde y para la clase media, las series tumberas, etcétera. Pongamos como ejemplo esas fotografías de Marcos López donde los pobres actúan de pobres y son un depositario de los lugares comunes que pueblan las fantasías de los progresistas liberales, los pobres de fealdad exótica, bizarros y carnavaleros, con sus ropas de marca, sus santitos y velitas, su gaseosa berreta, su chuchería de local Todo x 2 pesos. Souvenires de la pobreza acentuados por la prevalencia de colores chillones pasados por una pátina siliconada, nada más impostado y frío, el lenguaje de la publicidad y los prejuicios del noticiero, reciclado para ser colgado en algún museo de arte contemporáneo. Hoy se hace urgente buscar una forma veraz de comunicar, será la única forma de no caer en la impostura del arte posmoderno.
La lección más importante del cine de Leonardo Favio es que, además de exponer parte de una cultura que no había sido abordada, lo hace dándole una forma nueva, no cae en una representación naturalista, es su versión íntima del espíritu popular. Rompe con el cine que venía haciendo la generación de Leopoldo Torre Nilsson, el retrato de jóvenes burgueses decadentes, la bohemia de ciudad como escenario y también con el cine neorrealista de corte comprometido. Lo nacional para nuestro director es la infancia recobrada, los pueblos de provincia pintados como un óleo pastoril; una aldea medieval, en ese perpetuo letargo de siesta, los chirridos vegetales de los insectos, el sonido de mineral de un arroyito corriendo por un canal, las habitaciones de yeso con las palanganas y la cama de hierro. Todo parece visto desde una tierra primigenia, los rituales religiosos, el desamparo de la ciudad y el erotismo como un encantamiento lleno de terrores. Operando desde un enfoque realista como en Crónica de un niño solo o desde la fábula en Nazareno Cruz y el lobo, pasando por el drama histórico de Gatica, nos presenta su aldea íntima y sus obsesiones: los personajes atávicos, los difuntos, los pesebres inmundos. Sus personajes, aunque sean adultos, se comportan como niños, se los ve vulnerables, ingenuos, no tienen conversaciones complejas, ni meditan demasiado; tienen arranques de crueldad gratuita, viven deslumbrados por la fuerza de la vida y no saben equilibrar sus impulsos. Sus escenarios son espacios de ocio ajenos a la vida utilitaria, se repiten, con distinto tratamiento formal, a lo largo de sus películas: el cabaret, la cantina, el café, bosques y cuevas, pensiones ascéticas. Favio se preocupa por los dramas elementales de la existencia: el amor, la muerte, las pasiones. Aunque el tema sea la política nacional o el drama psicológico de un pueblerino gris, los conflictos se resuelven dentro del marco de la tragedia romántica.
Estamos en el ring siguiendo los golpes de Gatica y su contrincante, abajo entre el público, Perón y Evita observando la pelea. Toda la fuerza plástica del cine de Favio está condensada en esta escena. Las cabezas de Gatica y su oponente en primer plano, conforman una masa de huesos hinchados, del color rosa del chancho, de las cejas saltan chorritos de sangre. Cada vez que van a sus esquinas a reponerse se someten a una agonía, Gatica tiene la boca desencajada tratando de tomar aire; su rival tiene el rostro deformado con la estructura ósea de un troglodita, putea a Gatica, ese cuerpo roto parece solo sostenerse a fuerza de odio. Los golpes que se reparten suenan como una bolsa de carne reventada contra el suelo. En un momento, las caras deshechas son una cosa informe, pero el castigo no cesa, de fondo, acompañando la carnicería, se oye la voz de un sacerdote que parece dar una misa en latín, con el tono grave de un réquiem. En esa masacre no hay piedad, no hay maldad, ni culpables, ni justicia, sólo dos desconocidos que se matan con dignidad, ante la mirada de Perón y Evita que disfrutan como dos dioses en el parnaso de sus dos hijos entregándose en sacrificio.
Hay un documental hermoso, de Sergio Raczko, sobre cómo se filmó Gatica, donde la escena de la filmación de esa pelea adquiere el mismo tono dramático que en la película. Viendo esas imágenes podemos apreciar que para Favio el cine era una experiencia que excedía un producto, estamos ante una liturgia. En el ring de box había músicos tocando para los actores, los extras, los asistentes del director; Favio con un megáfono, agradecía a la gente, cantaba, puteaba. Era un clima de fiesta y de trabajo colosal, parece una fábrica wagneriana. En el momento donde se filma la victoria de Gatica, Leonardo Favio estaba en un estado de gracia, miraba a Gatica festejando que gritaba: “¡Viva Perón, carajo!”, el director, riéndose como un loco, totalmente enamorado de su creación. Arengaba a la gente gritando, “¡Dale Mono!”, aplaudía y agitaba los brazos, parecía un déspota bárbaro conduciendo un saqueo. Ya no estamos viendo la fría mano de un experto para lograr un trabajo bien realizado, él mismo es un personaje más; es Gatica, el público emocionado, el drama y la belleza del boxeo.
En una crítica a la película Gatica, el Mono, escrita por Raúl Beceyro para la revista Punto de Vista, se acusaba al director de haber creado un cine para un público convencido, excluyendo al espectador que no compartiera los valores del ideario peronista, quienes no podrían apreciar la película que carecía de universalidad para transmitir el hecho estético. Esto es falso, la película se puede apreciar por su fuerza poética y por el drama humano que representa, salvo para un gorila tan sensible a la simbología peronista que se sintiese repelido. Pero supongamos que sí, que es cierto, que la sensibilidad peronista, su estética, se encuentra de forma tan omnipresente que se vuelve indigerible para el no peronista. ¿No debemos tolerar lo mismo quienes no nos sentimos parte de la sensibilidad de la clase media privilegiada, que no compartimos su humor, su ética y su estética, impregnadas en el cine, la literatura, la publicidad, los medios de comunicación? Favio trajo el “aluvión zoológico” al cine, lo hizo con herramientas novedosas y la frescura del aventurero. Ese es el aire renovador que necesita el arte actual, la rusticidad del diletante para romper de una vez con el monopolio que tiene una clase privilegiada que impone, con todos sus fierros publicitarios, la sensibilidad de la época, en todos los nichos del arte. En este momento, ahora mismo, de haber algún pibe, alguna piba, sintiéndose extranjeros en el arte local de cualquier disciplina, esa gente deberá formar una comunidad, asociarse, organizarse, dar el portazo al sopor del minimalismo posmoderno. Ahí estará la novedad, la lección de Favio, en la creación de obras cargadas de odio y de amor, agitadas con temperamento fanático.
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