Crítica de la Cultura

La obra de Andrés Rivera es analizada no sólo como producción literaria o cinematográfica. En el vínculo intertextual de ambas gramáticas reside la sutileza de este análisis.

Por Rolando Pérez

El trabajo de un historiador es encontrar una configuración totalizadora en una sucesión de hechos. Lo mismo sucede con los novelistas. Ambos trabajan sobre aquello que otorga sentido a la experiencia humana —de por sí heterogénea y discordante—, es decir, la narración. Es tal vez ahora un dato curioso, pero hasta los años de la revolución francesa, preámbulo y desencadenante de la nuestra, los historiadores eran considerados literatos. Voltaire es y se siente un literato cuando escribe Micromegas o Zadig, lo mismo que cuando se empeña en producir su Historia de Carlos XII o el Siglo de Luis XIV.

En estos últimos años, sin embargo, hay pensadores —como White y Ricoeur, por ejemplo— que le asignan una razón a esa curiosidad. Lo que acerca la tarea tanto de novelistas, sean del tipo que sean, incluso fantásticos, con los historiadores es algo que ya Aristóteles había definido como el fundamento de todo poeta trágico, me refiero a la configuración de lo que él llamaba mythos y nosotros trama, argumento, fábula. La configuración del mythos o de la trama es un trabajo de supresión de acontecimientos que, borrados de la lista siempre extensa de hechos posibles, termina por iluminar y dar sentido al conjunto de los que sí permanecen; o también, es una ordenación precisa de hechos que aparentemente aislados en universos inconexos terminan por ofrecer, gracias al trabajo configurativo del mythos o de la trama, una profunda conexión significativa, antes totalmente inadvertida o inapreciada.

Pero no quiero aburrir meloneando, vayamos rápido a una certeza verificable: La revolución es un sueño eterno es, efectivamente, una novela, no un libro de historia, pero, para sorpresa de algunos inadvertidos, no es una novela histórica; no al menos tal y como suelen escribirse la gran mayoría de esos mamotretos de género. Es un texto, además, de enorme calidad literaria y es también —oh paradoja de las artes— una película realmente pésima que, sin embargo, se basó en un guión levantado sobre el puntilloso y admirativo traslado del texto de Andrés Rivera. Hay que decir que el libro le procuró, con gran justicia, el premio nacional de literatura de 1992. La película del 2011, no tuvo reconocimiento alguno, a pesar de la crítica benévola de algún distraído. ¿Por qué un fracaso tan estrepitoso sobre una obra tan buena? No soy un erudito, pero tengo cierta experiencia en ambos campos; escribí y escribo, narrativa; he trabajado, y aún lo hago, como guionista. Acabo de notar, por cómo rejunté las palabras en la oración anterior que, al menos para mí, escribir no es un trabajo.

Para empezar estas notas, podríamos ofrecer una constatación, tal vez una pista. La mayor tradición del cine, si bien hay excepciones y desvíos más o menos conocidos, se inscribe dentro del orden de lo narrativo. La revolución es un sueño eterno, la novela de Andrés Rivera, no la película, creemos que no. Ya sé, se me dirá, y con justicia, que en ella se cuentan un montón de cosas. Es cierto. Y algunas o casi todas las cosas contadas, son significativas, incluso importantes. También estoy de acuerdo. Y no sólo eso, me recordarán, tal vez algunos de los muchos lectores que tuvo la novela, que su protagonista es un héroe, real, que participó en la más épica de las instancias que la narrativa puede ofrecer: nuestra revolución. Castelli es realmente un personaje épico, y la épica, ¿no era el fundamento, el origen y el modelo de toda nuestra tradición narrativa? ¿Hay algo con mayores posibilidades de convertirse en materia narrativa que los hechos o la vida de un héroe revolucionario? Es cierto, si toda narración es una apuesta de sentido, tal vez, no exista nada más rico en términos narrativos para ofrecer a un argentino. El problema es que la novela de Andrés Rivera no es una narración, sino un poema. Un extenso y hermoso poema. ¿Cómo? ¿Por qué dice usted eso? Está bien, ¿se me fue la mano quizás? Bueno, en todo caso, es prosa lírica. Es Platero y yo, se podría decir, donde yo viene a ser Juan José Castelli y Platero, no es un burrito, sino una revolución que, ahí la semejanza o la ironía, no cabalga ligera, no galopa.

La prosa lírica no busca configurar una narración que dé sentido a un listado de acontecimientos dispersos o aparentemente heterogéneos, sino encontrar un modo de exponer la experiencia vivida frente a determinados hechos o cosas o circunstancias. La prosa lírica reemplaza el ritmo y la musicalidad del verso por otros ritmos o músicas cuyo descubrimiento le competen principalmente, al lector, pues no son explícitos. Pero entonces, ¿no hay novelas con prosa lírica? Sí, claro. Y La revolución es un sueño eterno, entonces, vuelve a recobrar sus derechos. Es una novela. Sí y no. Ya que hablamos de ella les propongo una incursión narrativa en su dilatada historia. Los novelistas, aproximadamente desde Henry James, comenzaron a llevar la novela por un camino algo agitado y caluroso que la obligó a ir desnudándose de ropas. Y ella se fue quitando esas prendas usadas por miles de años y dejándolas a un costado, sobre la verde gramilla, para que otras, tal vez más friolentas o más correctas o atildadas, pudieran volver a vestírselas si así lo quisieran. De este modo se despojaron las más atrevidas de la trama, de la heroicidad, de la intriga, de la acción.

Para cuando apareció Beckett, que se paseó por aquel sendero con tres novelas bien conocidas, las pobres no andaban desnudas sino en huesos. Al mismo tiempo, hay que decirlo, algunos poetas comenzaron a transitar por los mismos senderos que los novelistas y, advirtiendo las ropas caídas, siempre pobres, siempre necesitados ellos, fueron vistiendo sus poesías con lo que habían dejado aquellos. Así es como llegamos, por caso, a tener un libro como El Estrecho Dudoso, de Ernesto Cardenal, que es poesía y también historia, y narración y crónica y denuncia política.

Ahora bien, en el medio de este camino, hubo cruces y saludos, cambios de ropa y préstamos, virtuosos y de los otros, y como toda travesía por un sendero algo agreste y boscoso, hubo también inmoralidades y copulas de todo tipo; de modo que al final del paseo, algunas novelas llevaban ropas de poesía y algunas poesías iban vestidas de novela. Y pasado el tiempo tuvieron progenie diversa, colorida y multiforme. Pero qué tiene que ver esto con La revolución es un sueño eterno, me dirá, con algo de fastidio el lector apurado y sobre todo, ¿qué tiene que ver esto ya no con la novela, sino con la película? Usted no habló de películas en ese camino. No, es cierto, porque las películas tienen sus propios senderos y no nos referimos a las road movies. Tranquilo, a eso vamos, paciencia.

Como dije antes, la novela de Andrés Rivera participa más del universo de la poesía que de la narración. Y, por lo tanto, posee un mundo de lenguaje que no se conecta con otros mundos de lenguaje, no tiene un Otro con el que dialogar. La prosa, pongámoslo así, es una oferta para el diálogo. La prosa piensa en el otro, porque está construida con retazos de otros lenguajes externos a ella misma. La prosa dialoga constantemente con esos otros lenguajes, dialectos, jergas, y microuniversos de palabras que operan desde una lógica desemejante y que, sin embargo, cuando se insertan en una narración, lo hacen a favor de la dinámica narrativa, lo hacen en el sentido del discurso novelesco. Dialogan con la prosa porque las respuestas de esos otros lenguajes ya están configuradas en el propio ejercicio que trama el novelista. El poema no. El poema no tiene más que un lenguaje. Es el leguaje del poeta. Un universo cerrado. Ahí no hay diálogo, sino un particular monólogo inasible, inaprensible por fuera de sus límites. De ahí que sea casi imposible construir un universo verdadero para una película trasladando la forma del lenguaje poético como un todo. Las mismas palabras, los mismos giros que en el texto puro suenan potentes, evocadores, profundos; en la película son algo ridículo, flojo, superficial.

La película La revolución es un sueño eterno intenta expresarse, en sus términos y condiciones de producción artística, como si fuera la personal poesía de la novela, sin serlo. De ahí que, de haber sido posible llevar el texto de la novela, la poesía de la novela, a la pantalla, habría sido preciso hacer antes alguna operación de magia alquímica que trasmutara el valor entre esos mundos tan, pero tan disímiles. Debería haber sido una película-poema. Pero la propuesta no fue esa, sino un intento de narrar el texto de Rivera que, para nosotros al menos, es como proponerse la pintura de una sinfonía y pretender que los espectadores escuchen la armonía, la melodía, los matices de tono y la dinámica propia de la música. Para una tela, eso es imposible más allá de una componenda metafórica, provisional y voluntarista, que las hay, no digo que no, y con reconocimiento incluso de críticos magos apreciativos, pero que, siempre, exigen, aquellas telas o éstas cintas, una plusvalía en la imaginación de sus espectadores que debería haber estado antes al servicio de la creación.

Compártelo:

Relacionado

Revista Punzó25 mayo, 202125 mayo, 2021

  1. Pingback: Sumario Anio I Nro 4 – Punzó

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *