El ensayo discute la postura de la historiografía y la pedagogía liberal, que monopolizaron las interpretaciones “válidas” sobre la irrupción del peronismo, relegando a los partidarios justicialistas a la mera semblanza “emotiva”.
Por Marcelo Ibarra
Partamos de una serie de preguntas incómodas: ¿por qué funcionario cruzaríamos a nado el Riachuelo si nos enterásemos que fue encarcelado, aun sabiendo que nos pueden reprimir las fuerzas de seguridad durante la movilización? Para ponerlo en otros términos: ¿qué exponente o referente político tendría la capacidad de generar un nuevo movimiento político a la luz de las demandas insatisfechas que el resto del arco político no podría resolver? En última instancia, ¿cuáles serían esas demandas insatisfechas que las mayorías populares entienden como urgentes a tal punto de colmar la Plaza de Mayo, sin temor a las consecuencias, para exigir la libertad de un ministro encarcelado?
Para dar respuesta a estos interrogantes, debemos retrotraernos a 1945, pero no para reseñar una semblanza o recordatorio de la génesis del peronismo, ya que esa suele ser la tarea que la pedagogía progresista y la historiografía oficial delega al peronismo, mientras que los relatos válidos, “objetivos” y científicamente impolutos sobre la irrupción del justicialismo quedan bajo el ala protectora de los círculos de intelectuales autodenominados “a-partidarios”. La intención, a partir de las preguntas formuladas, es analizar cómo nos interpela hoy el 17 de octubre, por qué subsiste la necesidad de “festejarlo”, como si fuera una pulsión irrefrenable que arde por expresarse, hasta qué punto esa irrupción política —desmesurada por donde se la mire— nos habla como ciudadanos del siglo XXI.
Mi hipótesis sobre el 17 de octubre es que el antiperonismo existió antes que el propio peronismo. Por lo cual, lo que la historia oficial nos presenta como el “efecto” o la “consecuencia” es, en rigor de verdad, la causa. Esta “confusión” —aunque habría que hablar más bien de inversión, ya que es una conjetura consciente— es la piedra angular de la división entre peronismo/antiperonismo, los recelos, los odios y los resentimientos cruzados. División que no nació en 1945, aunque eso se intente imponer. Es lo que explica también por qué el antiperonismo considera que el movimiento nacido el 17 de octubre vino a arrebatarle “algo”, así sea simbólico o imaginario, como el simple hecho de alterar un orden, de visibilizar un conflicto. Es por ello también que el antiperonismo siempre lucha por “reestablecer” un orden previo a esa llegada bárbara, aun a costa de exterminar a todo el movimiento en su conjunto.
¿En qué nos basamos para sostener que el antiperonismo existió antes que el peronismo? La movilización del 17 de octubre fue una reacción al encarcelamiento del coronel Juan Domingo Perón, por entonces, secretario de Previsión y Trabajo. El dato que la historia oficial pasa por alto es que dicha prisión fue solicitada a Farrell por una serie de actores de la sociedad civil: las entidades patronales, la embajada norteamericana, los principales diarios del país, la Unión Cívica Radical, el Partido Socialista y el Partido Comunista. La acusación era que las políticas implementadas por Perón desde esa cartera no buscaban generar mejores condiciones de vida para los trabajadores, sino que tendrían como fin último su “perpetuación en el poder” (sí, igual que ahora contra CFK. La renovación de consignas no es algo característico del antiperonismo). Dicha perpetuación escondía un fin mucho más oscuro: implantar un régimen “nazi-fascista” en el país. Claro, como Perón era militar, al igual que Mussolini o Hitler, no había que pensar mucho más. También eran militares San Martín y Mosconi, por lo cual, con el mismo grado de comparaciones salvajes, podríamos tildarlos de nazi-fascistas por portación de uniforme. Aunque parezca mentira, este prejuicio sigue en pie en buena parte del progresismo y la izquierda.
Curiosa analogía: los campos de concentración, las cámaras de gas, las Camisas Negras, las Scuadras D’Azzione, los Freicorps, las Secciones de Asaltos (las SA), la Gestapo (Policía Secreta del Estado) y las S.S (Escuadras de Defensa) eran, en estas pampas y para los antiperonistas, los aumentos salariales, la sindicalización masiva, la expansión de beneficios jubilatorios, las mejoras en las indemnizaciones por accidentes de trabajo, el pago de aguinaldo, más cantidad de días de vacaciones pagas, nuevas cláusulas de defensa de estabilidad para los gremios, y la reglamentación de convenios colectivos por rama de actividad.
Más aún. Ni siquiera con el bombardeo a Plaza de Mayo en junio de 1955, el antiperonismo identificó en su propio accionar alguna reminiscencia de los métodos fascistas. Sin embargo, el culto personalista hacia la figura de Perón sería motivo suficiente para emparentarlo con el nazi-fascismo.
En este sentido, resulta crucial detenerse en los meses que van desde octubre de 1945 a febrero de 1946, cuando Perón gana, finalmente, las elecciones presidenciales, período que podríamos denominar la “campaña electoral”. Allí, emerge la figura del embajador norteamericano Spruille Braden, que se cargó al hombro —literalmente— la logística oficialista (porque esta es otra gran tergiversación del liberalismo pedagógico-historiográfico: el oficialismo, en 1945, era Braden y el frente electoral de radicales, socialistas y comunistas). Lúcidamente, Perón dirige su discurso hacia el titiritero y no hacia las marionetas, mediante la célebre consigna “Braden o Perón”. Esa “o” como conjunción disyuntiva tensiona un horizonte posible de país: seguir siendo “colonia” o empezar a decidir de manera autónoma como “Patria”, continuar en la senda del “colonialismo” o crear un nuevo sendero nacionalista.
Hay una frase de tintes shakespeareana de María Eva Duarte de Perón que Leonardo Favio recoge magistralmente en Sinfonía del sentimiento: “En la lucha, todos tenemos un puesto. Y esta lucha está abierta entre el ser o no ser de la Patria. Mi conciencia de ciudadana y argentina se ha sublevado ante la Patria vendida y vilipendiada año tras año, gobierno tras gobierno. Vendida a apetitos foráneos de un capitalismo sin patria ni bandera”. Y cierra con una proclama: “vivimos épocas heroicas y no de cobardes y de vendepatrias”.
La vigencia de este planteo (Braden o Perón) interpela a toda la sociedad. Excede la autodenominada victimización del antiperonismo como “vendepatrias”, dado que la historia de la militancia peronista también tiene que rendir cuentas sobre posturas cipayas. El planteo es actual porque ningún otro candidato peronista llevó a cabo una campaña electoral en condiciones más desfavorables: Braden no era solamente Braden, era el representante, el símbolo del colonialismo norteamericano. Y, en 1945, Estados Unidos era más que fondos buitres y FMI, era la principal potencia militar que venía de ganar la Segunda Guerra Mundial y de arrojar dos bombas atómicas en Japón. Potencia que no tenía ningún prurito de acusar de “nazi-fascista” a cualquier expresión que contradijera su política colonial. Perón se animó a dar esa batalla y en ese contexto, algo que se suele perder de vista en los relatos liberal-progresistas.
El sentido de los interrogantes iniciales toca las fibras más íntimas de la política, es decir, del modo en que mujeres y hombres deciden organizar la vida en comunidad. Y es que, de un modo más crudo, “la vida por Perón” no es una consigna extrapolable a otro referente político. No hay antecedentes en la democracia moderna de un candidato presidencial (Héctor Cámpora en 1973) que gane una elección con la promesa de renunciar para que asuma un líder exiliado y proscripto por casi 20 años. Luego de la década neoliberal de los 90, gestionada por el peronismo, pocos creían que el mismo movimiento político pudiera resurgir y reencausar los destinos del país.
La clásica foto del bondi rebalsado de manifestantes hasta el techo hoy sería impensada por, al menos, tres razones. En primer lugar, porque lo que puso en evidencia aquel 17 de octubre fue, precisamente, que un amplio sector de la sociedad era ignorado por el discurso político y las acciones del Estado. En segundo lugar, porque se conjugó el encarcelamiento de Perón con el temor de los trabajadores a perder las conquistas alcanzadas recientemente. Por obvio que parezca expresarlo, hoy, esas “conquistas sociales” ya existen, están consagradas por leyes laborales y hasta por la Constitución liberal de 1955, que reemplazó el texto constitucional de 1949 y apiñó varios artículos en el 14 bis. Es cierto que cada vez que se quitan derechos, la población se moviliza, ya que los derechos no son “consagrados” de una vez y para siempre, pero un fenómeno como un 17 de octubre sólo puede ocurrir una vez, dado que implica un nacimiento, una creación irrepetible de un movimiento político. De esta segunda razón, se desprende la tercera: un despliegue de esa masividad sería impensado porque las movilizaciones actuales responden más a quejas, reclamos o indignaciones que a faltas o demandas. Por ejemplo, los anti-cuarentena o los compradores de dólares tienen más capacidad de movilización (y mayor cobertura mediática) que manifestantes que exijan el acceso a la vivienda digna o la eliminación de la precarización laboral. Además, estos últimos no podrían gozar del bien ponderado mediáticamente “autoconvocados”, ya que cae de maduro que están organizados.
Para finalizar con el último de los interrogantes, sobre las demandas de las mayorías populares, dejemos en claro que siguen existiendo demandas insatisfechas: la violencia institucional y la desaparición de personas a manos de las fuerzas de seguridad, las tomas de tierras a raíz de la imposibilidad de acceder a la vivienda digna, la problemática ambiental que va desde los incendios forestales al trigo transgénico, los altos niveles de pobreza heredados de la pandemia neoliberal macrista, la dolarización de la economía, la presión de la oligarquía agroexportadora para forzar siempre una devaluación inminente, el sector bancario e inmobiliario como “los únicos privilegiados”, la mitad de la plataforma marítima en manos extranjeras, son todas problemáticas cuya solución solo es posible mediante los tres ejes programáticos del peronismo: soberanía política, independencia económica y justicia social.
La experiencia histórica ha demostrado que los gobiernos antiperonistas sólo han agravado y profundizado los problemas. Contrariamente, los líderes populares que generaron mayores adhesiones de la población y que tuvieron mayor capacidad de movilización fueron aquellos que mediante sus políticas públicas más se acercaron a los tres ejes programáticos justicialistas. Al pasar, algunas estadísticas: el salario mínimo, vital y móvil más alto de la región, índices de pleno empleo, estatización de fondos previsionales, recursos energéticos, el mayor porcentaje de estudiantes universitarios primera generación, repatriación de científicos, y desarrollo tecnológico de vanguardia. El camino de la ampliación de derechos y mejores condiciones de vida pareciera ser el horizonte más propicio para emular el 17 de octubre.
Pero el peronismo también debe rendir cuentas puertas adentro. Lo que ya se hizo y fracasó: la militancia que confunde lealtad con obsecuencia y cree que la unidad del movimiento es sinónimo de no cuestionamiento, cuando la historia demuestra lo contrario: los mejores aportes vinieron de quienes se animaron a cuestionar las posiciones dominantes (pienso en un Kirchner oponiéndose al menemismo); los dirigentes que privilegian los símbolos de cierta liturgia (tatuajes, remeras estampadas, la foto de Evita de fondo) sobre la consagración de nuevos derechos, partiendo de la base de que los derechos son una construcción histórica, resultado de luchas y disputas sociales y no “caídos del cielo” o productos de la “buena voluntad” de los poderosos, por lo tanto, siempre serán provisionales y en peligro de sufrir retrocesos. Ese fue el espíritu de los miles de mujeres y hombres que asombraron a Scalabrini Ortíz y Marechal aquel 17 de octubre.