Filosofía y barbarie
El texto pone en un plano de igualdad los festejos oficiales de 1910 con el convulsionado contexto social y político. Desde el informe de Bialet Massé hasta el incendio de periódicos de izquierda, el clima de época distaba mucho de ser celebratorio.
Por Javier Trímboli, Darío Capelli, Irene Cosoy, Guillermo Korn, Gabriel D’Iorio y Mariana Santangelo
*El presente artículo es una adaptación de la clase Nº 1 “En torno al centenario”, del curso Historia de la Sociedad y de la Cultura Argentina Contemporánea (2020), perteneciente al Programa Nacional de Formación Docente del INFOD, Ministerio de Educación de la Nación, que tuvo su primera redacción en 2013.
La conmemoración del Centenario, en la ciudad de Buenos Aires, se prolongó por varios meses. Si bien el mes de mayo concentró las principales celebraciones, hubo varios acontecimientos que le dieron espesor a aquella coyuntura. La preparación de los festejos daba signos del descontento que también haría eclosión.
La Comisión Nacional del Centenario venía organizando, desde 1909, las exposiciones que se desplegarían, sobre todo, en la zona norte de la ciudad. Las construcciones de los pabellones en los que estas últimas se realizarían avanzaron lentamente, pues fueron varias las huelgas obreras que las pusieron en jaque y amenazaron con su paralización. La Unión Industrial, que contaría con su propia exposición, en una nota de Caras y Caretas (1909), caracterizaba el malestar entre los trabajadores como “un acto subversivo de manifiesto y osado reto a las autoridades del país”, y proponía “reunir con tesón el resto de los obreros disciplinados que lograba eludir el influjo de los huelguistas”.
Ya cerca de la fecha, los sucesos se aceleraron; también, las tensiones que los atravesaron.
Los invitados ya habían confirmado su participación (el presidente chileno, la Infanta Isabel de Borbón, entre los principales) y los organizadores seguían en plena faena con los preparativos de desfiles, concentraciones y espectáculos. No obstante, los trabajadores, principalmente los anarquistas, ganaron las calles primero.
El 1º de mayo se organizó una movilización que, seguramente por la lluvia, pero también por lo sucedido con la brutal represión el año anterior, no fue del todo masiva. Una semana después, los obreros volvieron a movilizarse; esta vez, en su mayoría, impulsados por el anarquismo y la F.O.R.A., y, según una crónica —citada por el historiador Fernando Devoto (2005)— fue la mayor manifestación que vio la ciudad. Se reclamaba principalmente por la derogación de la Ley de Residencia. La movilización no fue reprimida y los trabajadores convocaron a una huelga general a partir del 18 de mayo, día en que llegaría la Infanta.
La tensión entre los obreros no era una novedad para los grupos dirigentes, pues sus alarmas ya habían sido encendidas en noviembre de 1909, cuando el joven ruso Simón Radowitzky atentó con éxito contra la vida del jefe de policía de Buenos Aires, el coronel Ramón Falcón, responsable de la furiosa represión de la huelga del 1º de mayo de aquel año. Los temores de una escalada en las protestas llevaron a que el gobierno declarase el estado de sitio el viernes 13 de mayo y a que la “nueva burguesía”, el “viejo patriciado” y una porción de la flamante “clase media” decidiera ganar las calles. Fueron tres días de reocupación de la ciudad a la que se consideraba invadida.
Nutridos grupos de jóvenes estudiantes universitarios recorrieron las calles de la ciudad e improvisaron discursos nacionalistas aplaudidos con fervor, con el marco de banderas celestes y blancas, y la entonación constante del himno nacional. Aquel que no acompañara –o no supiese– sus estrofas era agredido hasta físicamente. El dirigente anarcosindicalista Sebastián Marotta recuerda que una “muchedumbre de gente adinerada, diputados, empleados de gobierno, sirvientes, policías y militares” (1961:72) se lanzó, en coche o en carruaje, sobre el local donde funcionaba el diario anarquista La Protesta hasta incendiarlo. Luego, con el mismo resultado, hacia las instalaciones del diario socialista La Vanguardia.
El mismo Marotta relata que la muchedumbre “patriótica” tomó por asalto los barrios judíos de la ciudad generando todo tipo de desmanes. También habían proyectado llegar hasta los barrios del sur, de población trabajadora, pero fueron disuadidos al conocer que allí encontrarían resistencia. Hubo eventos con el mismo carácter, como la quema del circo de Frank Brown.
Es decir que los festejos, las exposiciones y banquetes pudieron llevarse a cabo luego de estas intensas jornadas. Incluso hay testimonios que afirman que provocaron mayor efusividad en la celebración, que también incluyó a las multitudes inmigrantes. Finalmente, el 25 de mayo, luego del Te Deum en la Catedral, se llevó a cabo un acto masivo en la Plaza de Mayo, en la cual se colocó lo que sería el monumento a la Revolución de Mayo. En la Plaza del Congreso (recién inaugurada) el Consejo Nacional de Educación convocó a 30 mil alumnos de escuelas primarias para que entonaran, con el acompañamiento de la banda de la Policía Federal, el himno nacional.
En este sentido, la idea de grandeza y la de progreso se destacan una y otra vez en los escritos del momento, como lo ejemplifica el libro que testimonia el viaje del novelista español Vicente Blasco Ibáñez, Argentina y sus grandezas (1910). Pero tales ideas han sido también prioritarias para varios de nuestros contemporáneos. Tal es el caso de la obra de divulgación de Horacio Salas, El Centenario (2009), o La Argentina en su hora más gloriosa (1996), que resaltan este momento como el de mayor plenitud para la Argentina liberal conservadora de entonces y que, en otra lectura, sostiene que “más que un homenaje a los hombres de 1810, fue un tributo a los hombres de 1910”, realizado por ellos mismos. Este fresco se completa con la llegada de corrientes inmigratorias, a quienes se les prometían ciertas garantías civiles al tiempo que se restringían ciertos derechos políticos, de los que gozaban unos pocos.
Es ilustrativo reponer que, entre 1902 y 1910, fue puesto en vigencia cinco veces el estado de sitio. El período más largo para esa aplicación fue, precisamente, entre el 14 de mayo y el 29 de septiembre de 1910. Así transcurrieron los festejos por el Centenario. Y agregamos, para contextualizar, dos hechos que dan marco al momento: la ley de Residencia (1902) y la de Defensa Social (1910).
Sin embargo, esto no atenuó el tono de algunas salutaciones hacia el país, como evidencia el Canto a la Argentina, de Rubén Darío (1918): “¡Hay en la tierra una Argentina! / He aquí la región del Dorado, / he aquí el paraíso terrestre, / he aquí la ventura esperada, he aquí el Vellocino de Oro, he aquí Canaán la preñada, la Atlántida resucitada”. La nación que cifraba las esperanzas del poeta nicaragüense concentró los festejos en Buenos Aires. La ciudad ostentaba los cambios más radicales, dejando atrás la idea de vieja aldea y proponiéndose a la par de las ciudades europeas.
Viajeros e itinerarios: distintas miradas
El relato de los viajeros —un desigual coro de voces formado por corresponsales de medios extranjeros, funcionarios e invitados del Estado argentino, publicistas contratados para promocionar las virtudes argentinas en el exterior y aventureros— abarcó distintas tonalidades, con variopintos testimonios: desde los que exaltaron la “grandeza” de la joven nación a los que buscaban ver qué cuestiones se ocultaban bajo la alfombra o pasaban desapercibidas a los ojos del visitante: dar cuenta del paso por estas tierras fue la idea común.
Algunos recorridos “oficiales” abarcaban la visita al teatro Colón, al Congreso, a la Penitenciaría Nacional, a algunos barrios porteños, al hospicio de Open Door. El resto quedaba librado a la perspicacia personal y a la capacidad de observación del viajero. No fueron muchos, sin embargo, los que registraron un recuerdo preciso de las fiestas del Centenario. Uno que sí lo hizo fue el mariscal Colmar von der Goltz (en Bayer, 2002) representante del gobierno alemán en la celebración. Diría el mariscal: El poder armado ocupó un papel protagónico con sus formaciones y guardias de honor, sus escoltas y bandas de música. Batallones de escolares desfilaban por las calles y daban expresión que el militarismo en la Argentina está muy latente […] Entre nosotros, los alemanes, se habla demasiado sobre lo severo de la instrucción militar; pues bien, antes de hablar tendrían que ir a la Argentina y ver ¡cómo se los instruye a los soldados y se los hace ejercitar!
Otros testimonios de los que, además de Buenos Aires, recorrieron algunas ciudades del interior, fueron los de Georges Clemenceau, hombre del estado francés, los del periodista Jules Huret y el intelectual español Adolfo Posada, entre muchos más.
Como afirmamos al comienzo, en aquellos años la situación de los trabajadores distaba de merecer los tonos eufóricos y celebratorios de los festejos del Centenario. Sin embargo, no puede negarse que la presencia de los obreros y sus organizaciones fue una nota fundamental de aquella coyuntura. Ya desde principios de siglo, para el propio Estado, la situación obrera y sindical, y los crecientes conflictos se volvían una preocupación creciente. Frente a esto, la acción estatal pivoteaba entre algunas propuestas reformistas liberales: una Ley Nacional de Trabajo que estableciera un marco normativo más claro y que, por ejemplo, determinara una jornada laboral de ocho horas, el descanso semanal y la responsabilidad patronal en los accidentes de trabajo, como también una salida netamente represiva: la Ley de Residencia, por la cual se expulsaba a todo extranjero acusado de “comprometer la seguridad nacional” o “perturbar el orden público”, que venía siendo aplicada con vehemencia desde su promulgación en 1902.
Así, en 1904, un año plagado de huelgas (herradores, ebanistas, escoberos, sastres, panaderos, costureras, cortadores de calzado), un funcionario, Juan Bialet Massé, fue enviado por el ministro del Interior del gobierno roquista, Joaquín V. González, a recorrer la Argentina para confeccionar un diagnóstico de las condiciones de vida de los trabajadores. Su recorrido lo llevó por La Rioja, Santa Fe, Tucumán, Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan. Los resultados a los que arriba este particular y voluminoso informe sobre el estado de las clases obreras son por lo menos disonantes respecto de lo que, seguramente, fueron las expectativas de los propios comitentes oficiales.
Bialet Massé (1904) describe lo que observa con énfasis y, lejos del mero informe burocrático, denuncia la ausencia de leyes que evitarían una explotación laboral que cree diseminada por todo el mapa nacional. Asimismo, señala que son, sobre todo, los patrones quienes no las cumplen y las autoridades políticas quienes no las hacen cumplir. El pago con vales, las muy frecuentes trampas en las balanzas que pesan lo producido por el obrero, el incumplimiento de los contratos, los accidentes de trabajo que no conocen indemnización: todo dibuja una realidad que, sugiere el autor en la advertencia del libro, se debería agradecer no desemboque aún en protestas mayores. Singular también resulta que el catalán se detenga en señalar que la explotación se ensaña con el indio, al que cree insustituible para las labores en determinadas regiones y al que considera que se debe “civilizar” y “proteger” a través de su correcta inserción en el mercado laboral.
“El indio es naturalmente bueno y manso, con la timidez de tres siglos de persecución, sin el alivio de una victoria, acobardado por el continuo desastre, cazado como una fiera y sin derecho a radicarse en ninguna parte, se le piden virtudes de que carecen sus detractores […] Un indio del Chaco oriental conserva en su poder una multitud de contratos. No sabe leer ni escribir; pero uno está doblado en cuatro, otro a lo largo, otro en punta, y otro señalado con una linterna roja y otro con una negra, y así los distinguen a todos. Ninguno le ha sido cumplido (Bialet Masse,1904: 50)”.
Por otro lado, Bialet Masse revaloriza al obrero criollo —que venía siendo descalificado por diversos sectores de la élite al considerarlo vago y poco apto para el trabajo duro— y lo describe como sangre de todas las guerras, como paria en su propio territorio y como virtuoso trabajador por su excelente adaptación al medio. Por el contrario, presenta con recelo al inmigrante, a contrapelo de aquellos que habían depositado en él las esperanzas productivas de la nación. La posición del propio Bialet está tensionada en su informe, pues si los adjetivos para la clase patronal no muestran ninguna simpatía (“ricos roñosos”, “patanes enriquecidos”, “perros rabiosos de codicia”), también es cierto que su horizonte está puesto en el incremento de la productividad de los establecimientos que visita y en la conveniencia de sus propietarios y empresarios.
Entre las propuestas del informe se encuentran la necesidad de una política que permita el acceso a los pequeños lotes para incluir tanto al indio como al criollo, y también poder arraigar al extranjero quien, según Bialet Masse, sólo piensa en hacer fortuna y volver a su país de origen. Aquí, nuevamente, no son solo los trabajadores inmigrantes quienes están en la mira sino la conducta de los sectores empresarios: “El capitalista extranjero no ha mirado al país sino como campo de explotación pasajera y usuraria. Nada han hecho para mejorar al país, ni siquiera sus propias industrias (1904: 30).
De este modo, el itinerario interno que traza Bialet Massé desmiente la prosperidad festejada por muchos de sus contemporáneos seis años después e incluso por voces mucho más recientes. Por otro lado, si para el paisaje de explotación que describe el Informe Bialet apela a la necesidad de leyes y reformas, otras voces serán menos contemplativas. Así, un anarquista como Rafael Barrett señalará en aquellos años que no es posible la integración entre los que poseen y los que trabajan, pues “existe un abismo de incomprensión y de odio” (Barret, 1943:130). Desde esta concepción, únicamente el terror anarquista podría salvar esa distancia.
Ideas y escritos: Recuperar o construir una tradición
Ricardo Rojas, funcionario del Ministerio de Instrucción Pública, realizó un viaje por Europa para conocer la enseñanza de las humanidades, lo que derivó en una preforma que articulaba a las humanidades modernas: historia, geografía, moral e idioma. Su propuesta apelaba a las humanidades para el renacer del nacionalismo que, en su versión, intentaba ser democrático e integrador: “Que nuestro afán moralizante no se convierta en fanatismo dogmático y nuestro nacionalismo en regresión a la bota de potro, hostilidad a lo extranjero o simple patriotería litúrgica. No preconiza el autor de este libro una restauración de las costumbres gauchas que el progreso suprime por necesidades políticas y económicas, sino la restauración del espíritu indígena que la civilización debe salvar en todos los países por razones estéticas y religiosas. No puede proclamar tampoco, en regresión absurda, la hostilidad a lo extranjero, quien tiene por la cultura de Europa una vehemente admiración” (Rojas, 1909:198).
Manuel Gálvez, en El diario de Gabriel Quiroga, asume la forma del aguafiestas. El que vino a ser la “nota discordante” para aquellos conciudadanos que sólo alegaban el festejo como argumento. Bajo la idea de un diario personal ficticio, Gabriel Quiroga –alter ego de Gálvez– explicita la violencia que rodea a esa coyuntura, minimizada en otros textos: “Las violencias realizadas por los estudiantes incendiando las imprentas anarquistas, mientras echaban a vuelo las notas del himno patrio, constituyen una revelación de la más trascendente importancia. Ante todo, esas violencias demuestran la energía nacional. En segundo lugar, enseñan que la inmigración no ha concluido todavía con nuestro espíritu americano pues conservamos aún lo indio que había en nosotros” (2010:200).
Las grandezas económicas y civilizatorias que se celebran son denostadas por Gabriel Quiroga al encontrar que Buenos Aires es un motivo más de vergüenza que de orgullo, pues representa el cosmopolitismo y la fiebre del progreso que —como en las comarcas litorales— pretendía derrotar el alma de la patria vieja que aún resistía en el interior.
El historiador Fernando Devoto distingue la propuesta de Gálvez de la de Rojas y Lugones, entre otras cosas por no ser hispanistas ni católicos, pero además porque estos dos autores, más conscientemente, no sólo proponen un diagnóstico, sino también construir una tradición nacional. En sus conferencias sobre el Martín Fierro dictadas en 1913 y publicadas tres años después como El payador, Lugones camina entre las aguas de dos centenarios: el de 1910 y el de la Independencia, en 1916. El autor de Los crepúsculos del jardín toma el libro de Hernández como obra en la que se expresa el “genio de la raza” y fundamento espiritual de la nacionalidad. Hay nación porque hay lengua y poema y, a la vez, la existencia del poema épico demuestra que hay nación. Se acentúa, de este modo, la comprensión romántica de la nación. Sin embargo, no se trata de una reivindicación de lo plebeyo: considera bien sacrificado al gaucho y la lengua de Hernández no sería la del habla bárbara sino la del buen español perdido por España.
Por otra parte,cabe señalar que, si bienRoque Sáenz Peña no estuvo presente en los festejos del Centenario, ya había sido elegido como el sucesor de Figueroa Alcorta. Durante su presidencia se dictaría la ley de sufragio secreto y obligatorio que llevaría su nombre. Cuatro años después las urnas darían por ganador a Hipólito Yrigoyen, popular representante del radicalismo, partido que luego de la revolución de 1905 había quedado un tanto aletargado, pero con una adhesión creciente.
En su clásico Las ideas políticas en la Argentina, José Luis Romero afirma que fue “el divorcio, cada vez más acentuado, entre los principios liberales y los principios democráticos” (1946:200) lo que condujo a la oligarquía a la crisis y a decidir la reforma electoral. “Por su actitud frente al complejo criollo-inmigratorio, por su marcada tendencia a estrechar y cerrar filas, debilitaba poco a poco sus cimientos sin que la mayor parte de sus miembros lo advirtieran” (1946:200), continúa en su análisis de aquellos años.
Pero, ¿cómo interpretar aquella reforma? ¿Fueron las élites empujadas hacia ella? ¿Nació del mismo régimen conservador? ¿Fue un “error de cálculo”, como dirá en 2002 el historiador Halperin Donghi? Incluso, aunque no se compartan los diagnósticos, bien valen las preguntas. El propio Romero considera que fue el desfase entre el Estado y las instituciones creados hacia 1880 y la sociedad —demasiados angostas las unas, en continua expansión la otra— lo que llevó a la ley de 1912. Más que insensatez o suicidio de una clase gobernante parece haber existido la necesidad de adecuar un sistema político a una nueva sociedad que se mostraba disconforme, aun cuando la demanda no se dirigiera directamente a la cuestión electoral. La legitimidad que poseía el régimen era cada vez más puesta en entredicho.
A pesar de que las crónicas del Centenario parecen no tenerlo en cuenta, como tampoco al socialismo —de presencia sobre todo en la ciudad de Buenos Aires—, ni bien entró en vigencia la nueva reforma electoral, el radicalismo sería consagrado en las urnas, para sorpresa e incredulidad de muchos sectores de la élite. El entusiasmo popular con la asunción presidencial de Yrigoyen en 1916 anunciaba, en parte, las novedades que comenzarían a tallar una nueva coyuntura histórica.
La coyuntura del Centenario permite observar algunas tensiones en un escenario que la historiografía dominante ha propuesto como próspero o como edad de oro de nuestro país. En el marco de estas variadas interpretaciones sobre aquellos años, pudimos recorrer también las miradas de algunos viajeros extranjeros, la de un agente estatal particular como Bialet Massé sobre la condición de la clase obrera en todo el país y las de Ricardo Rojas y Manuel Gálvez en torno a cuáles eran los alcances de la nación argentina. En otras palabras, 1910 no puede pensarse como fecha cerrada, sino como oportunidad de asomarnos a una coyuntura que sin duda marcó el cierre de una época política y social, y la apertura de una muy nueva con el triunfo electoral de Yrigoyen.
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