Crítica de la Cultura, Exhumaciones
El cine militante y el cine político. El proceso de elaboración de La hora de los hornos en el contexto de la dictadura de Onganía. La militancia como riesgo artístico.
Por Rolando Pérez
El Prólogo
Los primeros seis minutos del prólogo siempre me afectan. A pesar de que lo he visto muchas veces, solo en mi casa o con mis alumnos de guión durante años; a pesar de que conozco perfectamente el ritmo de 6/8 que suena con un par de tumbadoras y un tanque de petróleo; de que puedo anticipar el momento justo en que comienzan las voces africanas a cantar al revés; de que puedo enumerar los flashes que quiebran el negro profundo de la pantalla: una antorcha, un grupo de milicos con cascos de tortuga que corren a reprimir la noche, hombres en camisa gritando, ¿en la misma noche? ¿en otra idéntica represiva?, y disparos, y flamas y astillas de fuego, lo conozco todo y todo lo anticipo, pero no hay caso, siempre me afecta. Una manifestación con carteles antes de la primera lectura. Leemos: La Patria Grande, América Latina, la gran nación inacabada. Vuelve el negro a la pantalla, el negro que es liturgia y el territorio natural para la narración. Un chico pasa con un gato en brazos mientras dos milicos tienen a tres hombres de cara a la pared. Pasa entre los hombres detenidos y los milicos. Pero no mira a los hombres, ni a los milicos. Mira a la cámara. Eso es lo extraño. No lo otro. Esa calle y ese chico, esa pared cascada, no son ni Europa ni Estados Unidos. Y es entonces cuando los que estamos ofendidos, humillados, y los que tenemos como estado civil la rebeldía nos vemos retratados en el texto, confirmado nuestro tránsito existencial, en blanco sobre negro. ¿Hablamos español de corrido, no? Y la música, que es sólo ritmo y voces (¿pero qué dicen?) crece acompañando la velocidad de las imágenes. Y la violencia también crece: más fusiles, más milicos y una mujer llorando a gritos contra una pared; escombros, tanques, tanquetas, banderas. Los colonizados se liberan en y por la violencia nos dice Franz Fanon desde la pantalla. Claro, no eran tiempos de diálogo, no son estos tiempos. Pero las condiciones, vamos a comprender (¿vamos a comprender?) siguen siendo las mismas. En este punto siento las manos apretadas, una con otra, los dedos me sudan, siempre igual, como cuando a los doce nos metimos con unos amigos a ver El Exorcista y terminamos del mismo modo, con las manos blancas de tanto apretar el miedo. Sin embargo, no es miedo lo que siempre me da este prólogo de La Hora de los Hornos, es otra cosa. Es tal vez, la confirmación de una falta, porque veo desde el futuro de la pérdida. La lucha se perdió y todos ellos murieron. Y hace unos días, también el director de la película murió. En Paris, por coronavirus. Hablamos de Pino, ¿verdad?
Bach, la Muerte y la Belleza
Por el uso de la música, por la mixtura de las imágenes, por la construcción lenta y pausada, por la sorpresa con que nos abruma una repulsión instintiva y un amargo sentimiento de desolación, es el capítulo titulado “La Dependencia”, uno de los más disruptivos y en cierta forma, anticipatorios de mucho cine que vendría en años posteriores. Vale la pena analizarlo en detalle. La secuencia se abre con una cita de Gaboto de 1544 que dice: “los que en aquella tierra viven dicen que en la tierra adentro hay unas sierras de donde sacan infinitísimo oro…” La imagen sobre la que se fija el texto es la del río con los barcos al fondo, por detrás del ojo de la cámara, está la ciudad, y estamos nosotros, es nuestra ciudad puerto, Buenos Aires, en la que el demorado paneo de la cámara va adentrándose más y más en el laberinto de edificios. La cinta oscura del agua se adelgaza y hay cada vez menos río, menos horizonte, de algún modo, menos escape. La voz del narrador (el gran Edgardo Suárez) al mismo tiempo, profunda y modulada, nos habla de la dependencia económica. Primero España, luego Inglaterra y, por último, Estados Unidos es el destino de esos barcos que salen del puerto. En pocos instantes, siempre águila la cámara, siempre en vuelo, estamos a gran altura viendo el espectáculo de lo que antes se creía la fiel imagen del progreso: una ciudad inmensa, imponente, llena de movimiento. Pero esto, nos dice el narrador, es sólo la fachada de la expansión de los otros, una luna económica que refleja el sol del progreso de quienes en verdad manejan los destinos de nuestra economía. Porque somos dependientes. Dependemos de la buena voluntad que nuestros patrones tengan para condolerse de nuestro despropósito fiscal primario o financiero, de nuestra irresponsable política de subsidios, de nuestra eterna desidia para controlar a un estado elefantiásico. O al menos eso nos quieren hacer creer. Eso en aquel año 67 tenía un solo nombre: subdesarrollo. Y con esta palabra, la última que pronuncia el narrador, el águila se viene a pico. Estamos junto a la cámara al nivel del piso, pero en un sitio, que es como un pozo. Y vemos caer, una vez que se abren las hojas brillantes de unas compuertas metálicas, los cadáveres aún palpitantes de un grupo de vacas. Silencio. Vemos sin escuchar nada, lo cual aumenta el sentido de la presencia de la materia filmada. Son cadáveres de reses cuyas patas y cabezas aún sostienen, más allá de la muerte (y a raíz de esto, aún más aterrador) un reflejo de movimiento, de la animación mecánica de lo que antes pudo llamarse vida y energía. Recién ahí sentimos la voz dulcísima de una mujer que canta. Y todo podría terminar, o al menos eso querríamos nosotros, pero no, junto a la gran dulzura del segundo movimiento del concierto para clave y cuerdas en Fa menor de Bach, comenzamos a padecer la visión de los fundamentos sobre los que se sostiene gran parte de nuestra economía, y desfilan por delante, en blanco y negro, algunas ovejas y reses, justo en el instante en que un hombre debe cumplir con el deber de matarlas. A esto se suman, ahora, formando una tríada tortuosa con la brutalidad del matadero y con la voz dulcísima que canta la melodía barroca, una serie de fotografías de mujeres hermosas y hombres apuestos, felices, levemente sugestivos. La erótica trivial de la publicidad.
Cuando, décadas más tarde, Scorsese entre otros, construya un efecto, un choque en el espectador al mezclar violencia extrema con música ligera, suave o animada, no habrá punto de comparación con lo que provocaba (y aún nos provoca) esta secuencia terrible y fundamental de la gran película de Pino.
Cine y sanción
La hora de los hornos es una película monumental. Cuatro horas de un ensayo fílmico que se hizo en las condiciones en que se trabaja bajo las dictaduras: en secreto, y con disimulo, con el ingenio de los que no tienen otra cosa más que eso; y primordialmente, agregaría, con coraje. Porque, entendámonos, no hay que confundir, cine político o comprometido con una pareja posibilidad de sanción. Hay mucho cine político que no se hizo bajo condiciones de persecución. Podemos pensar en dos grupos, tenemos por un lado Z, o Estado de Sitio, o Desaparecido, las tres del gran director franco-griego Costa-Gravas; podemos sumar también El Gran Dictador, de Chaplin, o El Candidato, de Michael Ritchie, todas ellas son ejemplos ilustres de gran cine, y de cine político. Por otro lado, El Acorazado, de Eisenstein, o El Triunfo de la Voluntad, de la Riefenstahl, junto a muchas otras, quizá no tan trascendentales como estas dos. Ninguno de estos dos grupos trabajó bajo la posibilidad de una sanción del poder de turno. Incluso todas las películas que se exhibieron bajo los fundamentos del Agit-Prop, las del primer período del movimiento ruso, en 1918, o también las del segundo período, que impulsara Alexander Medvedkine, en los años treinta, todas ellas, pudieron desplegar su acción política ya sea en trenes o barcos amparados bajo la protección del estado soviético. Era cine político, cine militante, centrado en la exhibición y debate de las condiciones del espectador, pero estimulado, organizado y protegido bajo la capa ancha de una revolución victoriosa. Otra cuestión, totalmente diferente, es filmar cine de gran significación política y a la vez, militante, bajo una dictadura que comienza, como lo fue la de Onganía.
El camino de los que luchan nunca es recto porque tiene que aclimatarse a un terreno que no es el suyo, pero fundamentalmente a un manejo del tiempo que es otro, porque es de otro. Quiero decir, mientras el hombre común duerme, el conspirador trabaja. El hombre de la calle se traslada en el colectivo, el rebelde, se arriesga al transporte. Uno opera sobre un presente tal vez indefinido, y el otro, sobre el futuro que vuelve su actualidad en zona de peligro. El militante que trabaja en estas condiciones vive para la hora de mañana. El tiempo, que para nadie es el mismo, es neutro cuando aclimata lo cotidiano en transacciones estipuladas por la rutina: desayunar, salir a la calle, estar en el trabajo, volver a casa, pagar las cuentas, hablar o tomar café con los amigos; todo eso es presente en uno porque se establece sobre un tiempo que de tan cíclico se vuelve no tiempo. Pero los conspiradores y militantes, bajo todas las dictaduras, conjugan su tiempo en la ansiedad de un futuro perfecto. Porque son corridos, se la pasan corriendo. Pongamos un ejemplo, para hablar en criollo: resulta que para poder hacer el trabajo de montaje de lo que luego sería La Hora de los Hornos, en un momento, en Buenos Aires, había una sola máquina disponible que podía trabajar con los 16mm utilizados por el equipo de Pino y Octavio. Estaba en los laboratorios Alex, ¡pero alto!, a partir de las nueve de la mañana, esa máquina, (una moviola en realidad) era utilizada por el Servicio de Informaciones del Ejército. ¿Qué hacer? ¿Esperar? ¿Guardar todo el material hasta que mejoren las oportunidades? Eso sería posible bajo las condiciones de un tiempo sin estridencias, un tiempo anodino. Para el militante, esa opción, la más segura, es inviable, porque hay que correr, porque siempre falta tiempo para alcanzar el objetivo y porque si uno espera las condiciones ideales de hacer… bueno, ya sabemos. Entonces se hace lo que es necesario, lo que hizo Pino: llegar a las cinco de la mañana, y trabajar, corriendo, hasta las ocho y treinta. Juntar, ¡rápido!, todos los pedacitos de película, clasificarlos y guardarlos y dejar todo limpio y sin rastros para cuando lleguen los agentes del Ejército. Lo primero es la película, además, porque la película es para crear condiciones de lucha. Primero creamos, después todo lo demás. Esta anécdota es sólo una muestra de lo mucho que fue necesario hacer, de lo mucho que hizo Pino, que hizo Octavio, que hicieron todos los compañeros de Cine Liberación, para que La Hora de los hornos fuese una realidad concreta y útil en cada reunión de exhibición clandestina, en cada compañero que vio y entendió y compartió su situación con otros en cientos de debates agitados y esperanzadores. Porque hubo un tiempo en el que la esperanza llenaba los corazones de toda una generación. Corazones que en su mayoría hoy no están con nosotros.
Habrá, es claro, siempre los hay, tipos entendidos que piensen diferente. Se sabe, nadie es dueño de la verdad y menos yo que no soy dueño de nada. Quiero decir, en una de de esas, cuando por estos días se oye decir que Pino y Octavio son esto o aquello y que, está bien, en los sesenta estuvieron macanudos, pero luego, al correr de los años se juntaron con éste o con aquella, sea lo que fuere y estemos en paz, pero yo prefiero, como decía el viejo (y gran gorila) Borges, juzgar a los escritores (artistas) por sus mejores páginas (su mejor obra). Por eso Pino, por eso La hora de los hornos.
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Revista Punzó17 noviembre, 2020