Comunicación e Ideología
El texto introduce las características principales del pensamiento nacional a partir de ubicar a sus exponentes más destacados en un diálogo histórico. Además, discute los fundamentos de la visión colonial.
Por Diego Eloy Ramírez (*)
En un texto fundamental del pensamiento nacional, Raúl Scalabrini Ortiz asevera que “todo lo que nos rodea es falso e irreal. Es falsa la historia que nos enseñaron. Falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron. Falsas las perspectivas mundiales que nos presentan y las disyuntivas políticas que nos ofrecen. Irreales las libertades que los textos aseguran […] Volver a la realidad es el imperativo inexcusable. Para ello es preciso exigirse una virginidad mental a toda costa”. (Política Británica en el Río de La Plata).
Esta contundente afirmación de Scalabrini Ortiz tiene una vigencia absoluta a la hora de pensar la realidad nacional hoy. En las semicolonias, como la Argentina, el control se da por la penetración cultural y no a través del poder coercitivo. En este sentido, la colonización pedagógica toma una relevancia vital.
Según Arturo Jauretche, otro de los grandes pensadores nacionales, esa colonización pedagógica está centrada en sus verdaderos términos en el libro de Jorge Abelardo Ramos, Crisis y resurrección de la literatura argentina. Allí, Ramos explica que “en la medida que la colonización pedagógica no se ha realizado, sólo predomina en la colonia el interés económico fundado en la garantía de las armas. Pero en las semicolonias, que gozan de un status político independiente decorado por la ficción jurídica, aquella ‘colonización pedagógica’ se revela esencial, pues no dispone de otra fuerza para asegurar la perpetuación del dominio imperialista, y ya es sabido que las ideas, en cierto grado de evolución, se truecan en fuerza material. […] La cuestión está planteada en los hechos mismos, en la europeización y alienación escandalosa de nuestra literatura, de nuestro pensamiento filosófico, de la crítica histórica, del cuento y del ensayo. Trasciende a todos los dominios del pensamiento y de la creación estética y su expresión es tan general que rechaza la idea de una tendencia efímera. […] Bajo estas condiciones históricas se formó nuestra élite intelectual”.
Es decir, nuestro país no podrá desarrollarse nunca bajo las condiciones actuales, ya que la hegemonía que construye el poder dominante mantiene la superestructura cultural que impide, precisamente, la liberación y el desarrollo de nuestra nación.
Entendemos aquí hegemonía como la dirección intelectual y cultural de la sociedad. Siendo más precisos, y en palabras de Néstor García Canclini, la hegemonía “es entendida —a diferencia de la dominación, que se ejerce sobre adversarios y mediante la violencia— como un proceso de dirección política e ideológica en el que una clase o sector logra una apropiación preferencial de las instancias de poder en alianza con otras clases, admitiendo espacios donde los grupos subalternos desarrollan prácticas independientes y no siempre “funcionales” para la reproducción del sistema. […] Al tratarse de hegemonía y no de dominación, el vínculo entre ambas clases se apoya menos en la violencia que en el contrato: una alianza en la que hegemónicos y subalternos pactan prestaciones ‘recíprocas’” (¿De qué estamos hablando cuando hablamos de lo popular?).
Esa construcción de hegemonía hace que pensar en nacional, en una semicolonia como la Argentina, no sea una opción, sino una necesidad en contraposición al pensamiento colonizado.
Pero, ¿qué significa “pensar en nacional”? Históricamente, la bibliografía académica ha señalado que no existe un pensamiento nacional, ya que el pensamiento es universal, que las ideas nada tienen que ver con la nacionalidad. “El pensamiento no tiene nacionalidad; circula libremente por la república universal de los intelectuales, ignorando las fronteras estatales, y sólo se diferencia por la calidad o la originalidad. Los ‘intelectuales nacionales’ también se han nutrido de autores extranjeros”, escribió alguna vez en el diario La Nación el historiador Luis Alberto Romero. Esta desconfiguración del concepto (nada inocente, por cierto) lleva a emparentar el pensamiento “nacional” con el pensamiento “nacionalista”, en cuanto este último expresa una noción xenófoba y reaccionaria que nada tiene que ver con pensar en nacional.
Por eso, en este sentido, debemos ser contundentes. Las ideas no son nacionales o coloniales en razón del espacio geográfico en que se originan. Es demasiado evidente que las ideas no tienen patria, lo que no impide que exista un pensamiento nacional. Porque las ideas son nacionales, no por el país en que se originaron, sino por la función que cumplen en la sociedad. “Si concurren a quebrar el vasallaje— afirma el ensayista Norberto Galasso en su libro ¿Cómo pensar la realidad nacional?— son nacionales y, si favorecen su consolidación, son coloniales, no importando que unas y otras hayan sido elaboradas aquí o en el extranjero”. Es por esta razón que los ministros de economía que tuvimos como Álvaro Alsogaray, Alfredo Martínez de Hoz, Domingo F. Cavallo, fueron antinacionales (por más que hayan nacido en Argentina); pues en ellos recae la responsabilidad de haber sido artífices de obscenos endeudamientos, condicionando de este modo el desarrollo de la nación a través del poder económico transnacional. En sentido contrario y a modo de ejemplo, podemos señalar que las ideas del Premio Nobel en economía Joseph Stiglitz, pueden ser nacionales (por su mirada crítica al FMI, organismos internacionales y a la globalización) por más que haya nacido en Estados Unidos.
Pero pensar en nacional tampoco debe limitarse a una categoría ideológica. Hay ideas que a priori son revolucionarias y por lo tanto nacionales, pero que funcionaron en otros lugares, con otros procesos políticos, en otro cuadro histórico, y que al trasladarlas acríticamente a nuestra realidad no cumplen con ese objetivo. Es necesario recurrir a eso que afirmaba el maestro de Simón Bolívar, Simón Rodríguez: “o inventamos o erramos”.
Problemas singulares como los nuestros necesitan respuestas distintas y para eso es necesario entender los procesos políticos concretos de cada región. Es decir, tener en cuenta la realidad específica de los pueblos y no escaparse únicamente por las abstracciones conceptuales que, muchas veces, nada tienen que ver con los procesos políticos de transformación que se dan en las sociedades.
En este sentido, John William Cooke afirmaba que “no hay que encerrarse en cuevas ideológicas porque afuera pueden estar sucediendo cosas importantes y uno enterarse demasiado tarde o no enterarse nunca” (Apuntes para la militancia).
Los documentos políticos, por ejemplo, del líder oriental José Gervasio Artigas toman muchos de los conceptos del pensamiento contractualista europeo, en especial de Rousseau. Allí se habla de ley, razón, contrato social, constitución, libertad, propiedad. Artigas plantea la necesidad de establecer un contrato social. Sin embargo, como nos explica la socióloga Alcira Argumedo en su trabajo Los silencios y las voces en América Latina, lo que preside e inspira la necesidad de este contrato en Artigas “no es el resguardo del libre goce de la propiedad privada individual, sino que se trata de un contrato entre comunidades, provincias o regiones, para la salvaguarda de la independencia de la nación. Los contratantes no son individuos sino los pueblos y provincias, donde la libertad es a un mismo tiempo independencia y federalismo en cuyo marco –y solo allí- cobra sentido y es posible la libertad individual”. Asimismo —agrega Argumedo— “el concepto de propiedad adquiere un significado diferente, en tanto la promoción de este derecho no podía desvincularse de la lucha política por la independencia y del sentido de justicia igualitaria de sus bases sociales”.
América Latina tiene unas especificidades tan peculiares, tan distintivas, que se hace imposible querer abordarla mediante dogmas ideológicos sin adaptación a nuestras realidades. Debemos comprender que existe una presión imperial que recorre toda la historia de Latinoamérica y que hay una línea histórica que recupera las ricas tradiciones populares, las luchas de la independencia y las resistencias. Estas cuestiones fueron generando toda una identidad social, heterogénea, pero que se fue procesando en articulaciones mayores, y de ahí, un pensamiento profundamente antiimperialista, es decir, un pensamiento nacional. Por lo tanto, trasladar cualquier idea, por más buena que sea, sin tener en cuenta nuestra realidad semicolonial, nos llevará inevitablemente al fracaso.
Pensar en nacional es un pensar situado en nuestra realidad histórica, política y social. Sin rechazar ninguna idea por “foránea”, pero adaptándola a las realidades de nuestros pueblos y en función de un objetivo: la liberación y el progreso histórico. Pensar en nacional es, como tan bien sintetizara Arturo Jauretche, “lo universal visto por nosotros”.
(*) Licenciado en Periodismo (UNLZ). Docente universitario. Miembro de la cátedra de Pensamiento Nacional de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Docente de enseñanza terciaria en el Centro de Producción y Educación Artístico Cultural N° 1 (CePEAC) de Lomas de Zamora, Provincia de Buenos Aires.
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