Exhumaciones
El procedimiento del plano-secuencia, cuyo máximo referente fue Orson Welles, fue empleado en Adán Buenosayres por Leopoldo Marechal.
Por Rolando Pérez
Un plano-secuencia es, para el cine, una toma cuya duración se prolonga en el tiempo y que puede implicar uno o varios espacios donde transcurre el argumento de la película. La cámara, por lo general, sigue a un personaje a medida que éste se mueve a través del espacio como, por ejemplo, el famoso plano-secuencia de Old Boy, la película coreana de Pak Chank-uk que ganara la Palma de Oro de Cannes en 2003.
No siempre hubo plano-secuencia en el cine. El problema era que las cámaras filmadoras tenían dentro una cantidad limitada de cinta. En 1948, Hitchcok contaba con sólo 16 minutos para usar en su película The rope, de manera que se valió de un truco para poder disimular los cortes. Mediante la utilización de acercamientos a objetos o superficies oscuras, el maestro del suspenso logró filmar toda la película con sólo once. Algo usual en el plano-secuencia es que la cámara siga al protagonista, lo acompañe mientras camina o corre y eso da pie para que se encuentre con otros personajes y espacios o escenarios. Es mucho más difícil encontrar plano-secuencias que salten de un protagonista a otro. Pero hay algunos. Uno en particular que la mayoría de los estudiantes de cine saben de memoria. Es el que da inicio al clásico de Orson Welles, Touch of Evil. Ahí vemos y seguimos al menos a tres diferentes personajes: un hombre que prepara y coloca una bomba en el baúl de un auto, una pareja que llega y se sube sin advertir nada y otra pareja más joven que inicia un paseo a pie en medio de una ciudad fronteriza hasta llegar a la aduana. Todo el tiempo, el auto donde va la bomba se cruza con ellos o se retrasa, o avanzan juntos por la calle hasta que, luego de atravesar el paso de barrera que separa México de los Estados Unidos, finalmente los deja atrás y ellos, Charlton Heston y Janet Leigh, se besan apasionadamente. En ese momento sentimos la explosión que afuera del plano ha destrozado al auto y a sus ocupantes. Lo interesante ahí es el suspenso que se crea en el espectador. Sabe que hay una bomba de tiempo en el auto, sabe que va a explotar, lo que no sabe es cuándo.
El intercambio de técnicas entre la literatura y el cine fue constante desde la invención del séptimo arte. No hay que olvidar que el gran director ruso Serguei Eisenstein, un maestro de la técnica de edición, dijo que su forma de utilizar el corte la había sacado de las novelas de Dickens. Touch of Evil, o como se la conoció aquí, Sed de mal, es de 1958. Diez años antes Leopoldo Marechal publicaba la que sería su obra magna, Adán Buenosayres, en cuyo libro tercero tenemos uno de los mejores planos secuencia de toda la literatura latinoamericana: el velorio de Juan Robles, pisador de barro.
Hace poco volví a leer la novela y me sorprendió mucho el efecto que logra Marechal con ese pasaje. Sobre todo, porque es muy notorio cómo utilizando los diferentes espacios de la casa del muerto, Marechal hace avanzar distintas narraciones a medida que los personajes se mueven de un lugar a otro. Recordemos un poco la trama de la novela hasta que Adán llega junto a sus amigos a la casa donde se está velando al pisador de barro. Adán Buenosayres es un poeta joven, bohemio, maestro de escuela y amigo de un grupo de intelectuales que disfrutan de vagar por la noche de la ciudad y asistir a reuniones literarias o culturales en casa de las hermanitas Amundsen, una de las cuales, Solveig, es el amor no correspondido de Adán.
La novela es enorme. Entre seiscientas u ochocientas páginas, dependiendo de la edición. En la que yo tengo a la vista, las primeras doscientas se ocupan en seguir a Adán desde que se levanta por la mañana en la pensión donde vive, sobre la calle Monte Egmont, hasta que llega a casa de los Amundsen. Allí, y mientras su amigo Samuel Tesler cuestiona los logros científicos de la civilización occidental, sufre el desengaño de saber que su amor por Solveig no es correspondido. Emprende luego junto a sus compañeros y bien entrada la noche, la aventura de cruzar el Maldonado para llegar hasta la casa donde están velando a Juan Robles. Allí se van a encontrar con el último ejemplar de un malevo típico: el Taita Flores. Hasta ese momento, la narración había seguido los desplazamientos del protagonista. Lo había acompañado al salir de la pensión y caminar por las calles de su barrio, Villa Crespo; lo habíamos visto, dentro de la casa de los Amundsen, compartir las discusiones y hasta un baile improvisado que cierra la tertulia con el poeta en brazos de una de las mujeres mayores, la Señora Ruiz. Y al comenzar el Libro Tercero, lo teníamos entre los héroes que se enfrentan a toda una serie de personajes temibles, como el Diablo gaucho que batió a Santos Vega o el fantasma del cacique Paleocurá.
Sin embargo, a poco de comenzar el capítulo del velorio, ya notamos algo diferente. Y es que Adán no se ubica en el centro de la narración. Está ahí, parado junto al cajón, a su lado están Schultze y Samuel Tesler, pero a los otros, el petiso Bernini, Pereda y Franky Amundsen no se los ve, es decir, están en otra pieza o espacio de la casa. Marechal describe minuciosamente la cámara mortuoria, el cajón, las velas, las flores, la cruz y dos grupos sentados en ángulos distintos de la pieza: las Tres Viejas, y las Cuñadas Necrófilas, que también son tres. Y entonces, después de una charla muy corta y algo ridícula en la que el grupo de Adán discute la posibilidad de que el muerto en este plano esté dando sus primeros vagidos en otro, el centro de la narración se traslada a las Tres Viejas. La técnica que utiliza Marechal para trasladar el cambio de voz narrativa es el recurso cinematográfico del que hemos hablado más arriba: el plano secuencia. Una de las hijas del finado Robles, María Justa, entra con una bandeja de café y copitas de anís. Le ofrece a las Tres Viejas. Y ahí ellas, junto con el anís de la copita, toman la palabra. La cámara, imaginemos, ha dejado fuera del plano a Adán y sus amigos. Una de las Tres Viejas cuenta la historia del compromiso frustrado de María Justa, la mayor de las hijas. Luego, otra, medio dormida, se tira un pedo. El sonido entonces, escuchado por las Cuñadas Necrófilas, oficia de posta. Ya tenemos otro centro narrativo, ya el ojo de la cámara está sobre las Cuñadas. Y poco después escuchamos los gritos desesperados de una mujer en la habitación contigua. Las Cuñadas se levantan y salen de la habitación. También la cámara de Marechal se va con ellas. De este modo, la narración se traslada de una habitación a otra y de un narrador a otro hasta que todos los espacios de la casa donde velan a Juan Robles se han transformado, por un tiempo, en el centro del relato. Tenemos la impresión, al menos en la imagen mental que nos construimos al leer, de que Marechal se ha olvidado del protagonista. Pero no. Sobre el final del capítulo, en la cocina y junto al Taita Flores, el malevo Di Pasquo y el pesado Rivera, volvemos a encontrar al poeta Adán Buenosayres tomando caña quemada y burlándose del malevaje al que tanto admira su amigo Pereda, es decir, la identidad ficticia que oculta, a medias, la figura real de Jorge Luis Borges.
La feliz y monumental novela de Leopoldo Marechal está llena de recursos narrativos que fueron para la época de su publicación algo completamente novedoso. No por nada, algunos de los escritores que transformaron la literatura latinoamericana de los sesenta, Lezama Lima, Cortázar, Sarduy, expresaron siempre lo mucho que significó para ellos la lectura del Adán. Decir o recordar que, luego de la caída de Perón, Marechal fue condenado al silencio o la invisibilidad por la mayoría de sus compañeros de ruta es un ejemplo más de que ciertas opciones políticas no se perdonan, ni se olvidan. No al menos por aquellos que, proclamándose públicamente partidarios de la República y la Democracia, son en realidad, y en cuanta ocasión se les presenta, un ejemplo iluminado de eso que Jauretche calificó para siempre como profetas del odio.
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