Género
Las tareas de cuidado en los hogares son el motor de la reproducción de la vida y recaen en forma desigual en las mujeres.
Por Cecilia Magnano (cecimagnano@gmail.com)
Fotografía: Ailén Possamay
En tiempos de COVID-19, el cuidado asociado al mantenimiento de la salud apareció como nunca antes en el centro de la escena. Sin embargo, podemos entender al cuidado de un modo mucho más amplio, incluyendo el conjunto de las condiciones que hacen posible la reproducción de la vida. Cuida quien hace la comida o limpia la casa y cuida quien acompaña al médico a una persona enferma o consuela a un niño o niña que se hace un raspón por una caída. Y hay más: también es cuidado planificar y comprar los elementos necesarios para cocinar y limpiar, o gestionar un turno médico.
El cuidado abarca todos esos planos materiales, mentales, afectivos y, aunque invisible, está incorporado en nuestra vida sencillamente porque la hace posible. En nuestras sociedades, la división sexual del trabajo asignó la responsabilidad por estas tareas a las mujeres y dentro del ámbito del hogar. Si bien en los últimos años los varones empezaron a hacerse cargo del cuidado, la realidad es que sigue siendo “cosa de mujeres”.
En Argentina, la evidencia que sustenta esta afirmación es la del único relevamiento de uso de tiempo que el INDEC aplicó con alcance nacional en 2013. Esos datos muestran que el 75 por ciento de las tareas de cuidado es realizada por mujeres, con una dedicación promedio de 6,4 horas diarias, el doble del tiempo que los varones destinan a esas tareas. A su vez, la carga horaria es mayor en el caso de las mujeres que tienen hijos pequeños y en las mujeres más pobres. En el caso de las mujeres empleadas en el mercado laboral, las tareas de cuidado le esperan cuando vuelve a casa, lo que se conoce como “doble jornada”. En promedio, una mujer empleada dedica más horas de cuidado en su hogar que un varón desempleado.
En estas condiciones, donde las tareas de cuidado están centralizadas en el hogar y los servicios estatales como las guarderías o los hogares de día para adultos mayores son muy limitados, el único camino que tienen las mujeres para derivar trabajo de cuidado es contratarlo en el mercado. Por lo general, a otra mujer, lo cual depende del poder adquisitivo con que se cuente. El trabajo de cuidado no sólo es desigual por género, sino también en términos de clase.
¿Una economía del cuidado?
Si hay algo que caracteriza al cuidado es que es tan necesario como invisible. ¿A quién se le ocurre cuestionar que una abnegada ama de casa deba cuidar amorosamente a su familia, de manera gratuita, con todas las tareas que eso implica? Fueron los feminismos los que plantearon que el cuidado es un trabajo imprescindible para el funcionamiento de la sociedad, pese a que no está remunerado y está distribuido asimétricamente. Su cuestionamiento partió desde la idea central que permitió legitimar esa desigualdad. “Eso que llaman amor es trabajo no pago”, dijo la filósofa Silvia Federici en los 70, sumando una nueva dimensión a las luchas por la igualdad de género.
En sus cruces con las ciencias sociales, los feminismos plantearon la necesidad de dimensionar la importancia económica del trabajo de cuidado. Pero, ¿cómo mostrar esa importancia? ¿Cómo hacer visible lo que nos parece natural? ¿Cómo poner en cifras lo que desde hace tanto tiempo viene asociado a un sentimiento, a un deber femenino?
Una primera respuesta es la de pensar la relación entre el trabajo de cuidado y el trabajo productivo remunerado. Una de las cuestiones que la Economía Feminista como corriente teórica y política puso en debate es que el trabajo de cuidado sostiene toda la actividad económica, en la medida en que hace posible que nunca falte mano de obra alimentada, sana y en condiciones de trabajar para el mercado. No se trata de una actividad marginal: es un trabajo que hace posible la reproducción del sistema en la medida en que recrea las condiciones para la vida.
La iniciativa del paro internacional de mujeres, en conmemoración del 8 de Marzo, es una forma de poner en evidencia eso que está oculto. Como el negativo de una foto, la ausencia de las mujeres de todo tipo de trabajo, incluyendo el trabajo de cuidado no remunerado, muestra todo lo que no se hace si no son las mujeres las que hacen.
Una forma de dimensionar en números la importancia del trabajo de cuidado es reconstruir su valor económico. Hay quienes contratan servicios de cuidado y pagan una remuneración a cambio. Desde el momento en que pasan por el mercado, esas tareas adquieren un valor económico y son incluidas en la contabilidad nacional. Ese pasaje casi mágico es el que permite calcular cuánto costarían las tareas de cuidado no remuneradas si recibieran esa misma retribución de mercado.
Este ejercicio de “sustitución” es lo que hizo recientemente la Dirección Nacional de Economía y Género y su resultado es contundente. Si el trabajo doméstico y de cuidado que realizan mayoritariamente las mujeres en los hogares fuera remunerado, su aporte sería del 15 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI), siendo el más importante de la economía, seguido por la industria (13,2%) y el comercio (13%). Si se tiene en cuenta la distribución por género del trabajo de cuidado, las mujeres aportan 3 veces más que los varones al PBI nacional. De ahí que sea posible hablar de una verdadera economía del cuidado, un “sector económico estratégico”, como plantea el informe.
Un contexto de (más) cuidado
Frente a la pandemia, nuestro país adoptó medidas de aislamiento y distanciamiento social que tuvieron consecuencias críticas para quienes realizan el trabajo de cuidado.
El “quedate en casa” se transformó en lema y mantra, con su contracara de paralización de las instituciones, incluyendo las escolares, restricciones al transporte público y, para algunas personas, la permanencia en el hogar trabajando de manera domiciliara con la mediación de tecnología. Todo esto se tradujo en una mayor demanda de cuidados dentro de los hogares, de apoyo educativo para niños, niñas y adolescentes y de los quehaceres domésticos. Si bien los modos en que esta mayor demanda afectó a las mujeres fueron diferentes, el denominador común fue la intensificación del tiempo destinado a esas tareas, que en muchos casos se superpuso al trabajo remunerado. Según los cálculos del informe antes mencionado, el impacto en la economía del trabajo de cuidados no remunerado, que era el 15,9 por ciento del PBI, durante el aislamiento social pasó a representar el 21,8 por ciento del PBI.
Una encuesta realizada por investigadoras del Conicet y de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) mostró que, en el caso de las mujeres universitarias y con trabajo formal que “teletrabajan” y en simultáneo atienden las demandas de cuidado, más de la mitad siente que durante la cuarentena no tiene tiempo para el descanso y que “cuida” 24 horas por día. Si ésta es la situación de mujeres con empleos formales, no es difícil traspolar a lo que sucede con las mujeres de sectores populares, con empleos precarios que se ven obligadas a salir a trabajar para sostener económicamente sus hogares y al mismo tiempo gestionar el cuidado.
Una mención aparte merecen las cuidadoras comunitarias, quienes extienden las tareas de cuidado más allá de los hogares y las familias. El protagonismo de las mujeres en las organizaciones comunitarias es significativo en nuestro país. Gestionando comedores comunitarios, guarderías, clubes de trueque, las mujeres de sectores populares han liderado los procesos de resistencia en momentos críticos. La pandemia no es la excepción y el tejido comunitario en los barrios populares sostiene la supervivencia en momentos en los que la parálisis de la actividad económica significa ausencia de ingresos para estos sectores.
Por último, las mujeres también intensificaron las tareas de cuidado remuneradas que fueron consideradas actividades “esenciales”, dado que son mayoría entre las enfermeras, docentes, trabajadoras de la industria alimenticia y gestoras de comedores comunitarios. Para ellas, las tareas no sólo se multiplicaron, sino que también en muchos casos significaron una mayor precarización laboral y el riesgo permanente de contagio por la exposición a la infección.
Otra organización social del cuidado
El aislamiento puso en primer plano la importancia de las tareas de cuidado dentro de los hogares, pero también en el ámbito público, como en las escuelas o en las instituciones de salud. En última instancia, cuando toda la actividad económica se paraliza, el cuidado sigue siendo indispensable y se sostiene por el trabajo de las mujeres, ya sea de modo remunerado o no. Las implicancias de esta distribución desigual se ven en las dificultades que tienen las mujeres para obtener empleos de calidad, para capacitarse, para descansar o simplemente para decidir libremente qué hacer con su tiempo.
Desde la Economía Feminista, se investigan los modos en que socialmente es posible organizar el cuidado. En ese esquema, los hogares y el mercado, pero también el Estado y las organizaciones comunitarias, pueden facilitar la distribución de las tareas de cuidado, especialmente coordinándose entre sí. Fortalecer los sistemas de medición de uso del tiempo es fundamental para contar con datos actualizados sobre las tareas de cuidado. A fines de 2019 el Congreso nacional aprobó una ley que incluye en el sistema estadístico la Encuesta Nacional del Uso del Tiempo, lo cual es un avance importante en este sentido y puede generar datos que permitan reforzar, armonizar y ampliar los servicios estatales de cuidado, centros y espacios infantiles, residencias para personas mayores, comedores, jardines de infantes, etc. O subvencionar la contratación de trabajo de cuidado en el mercado, si el Estado no puede garantizarlos por sí mismo. Y articular con la dimensión comunitaria del cuidado en ámbitos territoriales de cercanía: el barrio, la comunidad.
La experiencia del aislamiento social contribuyó a visibilizar claramente lo que los feminismos vienen denunciando desde hace varias décadas: las tareas de cuidado son una actividad esencial para nuestra vida y para el sistema económico y, sin embargo, se realizan en su mayor parte de manera gratuita, están desigualmente distribuidas y socialmente estratificadas, lo que resulta crítico para las mujeres de los sectores populares.
Es un momento clave, entonces, para insistir desde los cambios culturales y desde las políticas estatales en revalorizar el cuidado en su sentido más pleno y resignificar los modos de asignación en la sociedad y dentro de los hogares.
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